Opinión

¿Por qué Nicolás Maduro lanzó una «guerra contra las mafias»?


abril 2023

La operación «Caiga quien caiga» provocó la salida del poderoso ministro de Petróleo pero revela, al mismo tiempo, las formas de la corrupción y la necesidad del gobierno de poner cierto orden en el país, por razones políticas y económicas.

<p>¿Por qué Nicolás Maduro lanzó una «guerra contra las mafias»?</p>

El lunes 20 de marzo pasado, Venezuela amaneció con la noticia de varios golpes del gobierno contra la corrupción en el marco de la operación bautizada «Caiga quien caiga». El caso más importante es el relacionado con Petróleos de Venezuela (PDVSA), aunque hay dos más en el campo judicial: uno involucra a jueces vinculados con grupos narcos y otro, a un alcalde del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) –en Aragua, en el centro-norte del país– relacionado con grupos delincuenciales. A estos casos siguió la corrupción en la Corporación Venezolana de Guayana (CVG), Sidor y la fábrica de cartón Smurfit –expropiada en 2009, durante el gobierno de Hugo Chávez–, en la que cayó Hugo Cabezas, ex-gobernador de Trujillo entre 2008 y 2012. El fiscal general, Tarek William Saab, informó que el total de detenidos por casos de corrupción es de 58 personas «y faltan 18 por apresar». 

Este tipo de operaciones no son nuevas en Venezuela. Hace un año hubo otra llamada «Mano de hierro», en el marco de la cual se apresó a dos diputados, dos alcaldes y dos fiscales, acusados de pertenecer a una banda narco y de estar involucrados en el contrabando de gasolina. En julio de 2022, una diputada del Gran Polo Patriótico (GPP) -la alianza de partidos que apoya al chavismo- también terminó detenida por estar vinculada con esa banda. Ese mismo mes, otro diputado del GPP fue arrestado por sus vínculos con grupos delincuenciales que asesinaron a un funcionario policial y a un miembro de la Guardia Nacional en Maracay, capital del estado Aragua, a más de 100 kilómetros de Caracas.

Se recuerda otro caso escabroso del año pasado: el secuestro y asesinato de una conocida figura de la izquierda de las décadas de 1970 y 1980, Carlos Lanz. Según confesó ante la justicia su esposa, ella organizó el asesinato de Lanz porque supuso que este podía sospechar sus andanzas con la corrupción. Pero se trató de un caso muy oscuro, con muchas especulaciones a su alrededor.

Pese a todo, el gobierno busca restarle importancia a la corrupción en sus filas. Diosdado Cabello –primer vicepresidente del PSUV– apeló a estadísticas. Señaló que el universo chavista está conformado por cerca de siete millones de militantes y «que cuatro o cinco sean corruptos es la excepción». Pero las estadísticas de Cabello fallan porque esos siete millones no son parlamentarios, ministros o funcionarios. Si se mira la corrupción reciente por el tipo de funcionarios, las cosas cambian.

En dos años, tres alcaldes del PSUV han sido detenidos. Cinco diputados (uno suplente) vinculados al mundo oficial están apresados. En dos semanas, renunció un poderoso ministro: Tareck El Aissami, titular de la cartera de Petróleo, y dos presidentes de empresas del Estado fueron detenidos (CVG y Sidor). No es cualquier cosa. Si estas cifras no llaman la atención, el fiscal Saab indicó que, desde agosto de 2017, la Fiscalía ha identificado lo que llamó «31 tramas de corrupción» mayormente vinculadas a PDVSA. Agregó que su oficina, en ese mismo lapso, imputó a 16.090 personas, hay 6.067 acusaciones y 3.976 condenas. Si tomamos las tramas de 2017 a 2023 -6 años o 72 meses-, cada dos meses y un poco más se destapó una trama de corrupción durante seis años seguidos. La corrupción durante el chavismo es continua, devastadora y violenta.

El bolivariano, básicamente, es un sistema autoritario en el que no hay división de poderes. Formalmente la división existe, pero todos están cooptados y sometidos a una ideología que desprecia su independencia. El chavismo ve en lo que el presidente colombiano Gustavo Petro llama el «sistema interamericano» –básicamente, un sistema de garantías contra los abusos del poder– una distorsión «burguesa» proveniente de una «izquierda extraviada». 

La corrupción ahora descubierta puede clasificarse en dos grandes grupos. El primero –del que no se habla mucho, opacado por el de PDVSA, pero igualmente grave– se vincula con organizaciones delincuenciales. Lo que destaca es que tocó a altos niveles del sistema judicial. El segundo es el caso de PDVSA, que es más antiguo –viene desde la época de Chávez– y el de la CVG y empresas filiales como Sidor. 

La corrupción petrolera es más amplia en sus alcances que la corrupción delincuencial y el tráfico de drogas. Es un tipo de corrupción «rotatoria», es decir, los grupos van rotando ya que sus integrantes pueden ser detenidos o cambiados o irse. El nuevo grupo que entra coloniza la industria para robar, lisa y llanamente, y hay una suerte de división del trabajo. Cada grupo tiene sus cuotas dentro de la corrupción en PDVSA.

Pero ¿por qué el gobierno se decidió a actuar ahora? Hay al menos tres razones dentro de un marco más amplio. Este marco más amplio es que el gobierno parece haber tomado conciencia de que para mantenerse en el poder necesita tener una «gestión», más aún ahora que no hay una amenaza visible sobre Maduro. ¿Qué va a hacer el gobierno, entonces, si no lo van a tumbar? Debe gobernar. Hacerlo supone gestionar el Estado con un mínimo de eficiencia, y la corrupción es un gran obstáculo para lograr ese objetivo.

Junto a lo anterior, está la necesidad de normalización internacional. Maduro busca ser aceptado en el «concierto de las naciones». Para lograrlo, tiene que mostrar que el Estado venezolano es funcional. Eso pasa también por la lucha contra la corrupción y los grupos delincuenciales. Es decir, el Estado debe cumplir con sus funciones básicas de poder, que ejerce dentro de un territorio que tiene una población; la fórmula clásica de Estado: territorio, población y poder. La acción contra el dolo en PDVSA persigue, entonces, mostrar la imagen de un Estado que ofrece seguridad, de que hay uno y no varios «Estados». Cabello manifestó que si él fuera inversionista «estaría feliz» por esta operación del gobierno que comunica seguridad a los inversores. Pero hay otro elemento: como las sanciones obstaculizan la posibilidad de buscar dinero fuera, el Estado tiene que conseguirlo dentro de Venezuela. Esto significa enfrentarse a grupos corruptos a los que antes aceptaba porque había suficientes recursos para repartir. Hoy se busca golpear a estos grupos que obstaculizan un capitalismo menos patrimonial, necesario para que la economía mejore.

Aquí entra en juego otro objetivo proclamado por el gobierno, que suena muy abstracto pero que está vinculado a estos golpes contra la corrupción y del que Maduro habló. Lo llamó un «cambio de valores». Este apunta a promover un sector productivo, que va desde la gran empresa hasta las comunas, capaz de generar recursos. El Ejecutivo quisiera que la sociedad tenga su propia sustentabilidad y debilitar así una cultura política que consiste en pedirle todo al Estado. Esto es curioso porque parece ir contra el discurso socialista tal como lo concibió el chavismo, pero el gobierno se mueve hacia una sociedad donde cada quien procura su bienestar en el mercado, con un sistema básico de prestaciones sociales mayormente para quienes no puedan pagar y que es completamente ineficiente. Este «cambio de valores» apunta a bajar la presión hacia el sector público cuando este no tiene recursos para atender todas las demandas.

Hay también tres motivos más coyunturales para esta nueva «guerra» contra la corrupción. El primero refiere a la necesidad de enviar un mensaje a la opinión pública. El gobierno está compelido a dar ejemplos. Tiene que comunicar al chavismo, pero también al mundo, que el gobierno toma medidas contra la corrupción, y no solo cosméticas. La cúpula del gobierno –Miraflores más la dirección del PSUV– tiene que mantener su legitimidad, sobre todo cuando comienzan a avecinarse las elecciones de 2024.

Maduro tiene que probar que no es solo un líder para cuando sectores de la oposición y de Estados Unidos buscan derrocarlo, sino también en el día a día de la gestión. La renuncia de El Aissami busca mostrar que el alto gobierno se mantiene incólume y por encima de los distintos grupos que luchan por las rentas. En una situación en la que maestros protestan o funcionarios públicos ganan sueldos miserables, una imagen permisiva frente a la corrupción puede erosionar peligrosamente al Poder Ejecutivo, y Maduro lo entendió.

En la rueda de prensa del fiscal Saab del día 25 de marzo pasado, este señaló que los detenidos «se burlaban de las necesidades de nuestro pueblo». Agregó que los señalados serán acusados de «traición a la patria» y que la Fiscalía exigirá la «máxima pena». Así, el gobierno le está diciendo a «nuestro pueblo», como le encanta decir al chavismo, que no protege a los corruptos. Por el contrario, quiere mostrar que siente las penurias que los ciudadanos de Venezuela viven por culpa de quienes se enriquecen a costa de ellos.

El segundo motivo es la urgente necesidad de recursos. La agencia AP reportó que la corrupción y el robo liso y llano dan cuenta de unos 24.000 millones de dólares. Se trata de casi tres presupuestos de la nación (con un tipo de cambio de 24 bolívares por dólar), en el mencionado contexto de sanciones internacionales contra el gobierno.

El tercer motivo es político, posiblemente el más importante a ojos del chavismo. Dicho rápidamente: hay un centro -el alto gobierno- que no acepta que su poder sea disputado. Cuando un grupo busca incrementar su poder político, el gobierno hace una «corrección». En 2009, Chávez hizo una operación similar contra la corrupción en la banca, que llevó a la renuncia de uno de sus ministros, Jesse Chacón, porque su hermano estaba involucrado. Lo que hay hoy es una lucha para que «mafias» -si es el caso- no tengan un poder que compita con el poder del alto gobierno. Chávez no lo aceptó y Maduro tampoco lo acepta. Es decir, no hay primus inter pares. Hay un centro y luego está lo que Maduro llama «planetas políticos», que tienen su propia dinámica pero no pueden competir con el alto gobierno. En agosto de 2021 el mandatario habló, por ejemplo, del «planeta El Aissami». El interrogante que queda es si ese planeta acumulaba poder simplemente para vivir bien, o para ir contra el propio gobierno de Maduro. Sea lo que fuere, el gobierno reaccionó y quebró a este «planeta».

El Aissami no era una figura menor. Fue una pieza muy importante dentro del chavismo. Emergió durante el gobierno de Chávez hasta llegar a la Vicepresidencia de Venezuela con Maduro. Por eso, a diferencia de los otros, no fue a prisión. El silencio público del gobierno sobre el ex-ministro puede deberse a que el Ejecutivo se debate entre dos opciones. Una es sacrificarlo para mostrar el compromiso de luchar contra la corrupción, pero al costo de generar quizá desavenencias internas en las elites y en la base chavista, que podría verlo no como un «caso ejemplificador», sino como un chivo expiatorio para salvar un sistema corrompido o a algunos intocables. Muchos podrían decir, por ejemplo, que se sacrificó a El Aissami pero no, por ejemplo, a Asdrúbal Chávez, quien sería el responsable directo por ser el presidente de PDVSA cuando ocurrieron los hechos denunciados. La segunda opción es que el ex-ministro coopere con las autoridades: El Aissami podría revelar todo lo que sabe y, a cambio, tener una salida más discreta. No sería enjuiciado, pero sí pasará al ostracismo. Es difícil otro destino para la otrora promesa de la juventud del chavismo.

El 10 de abril, Cabello informó que la dirección del PSUV consultó a 89% de las Unidades de Batalla Chávez, la estructura de base del chavismo, que son poco más de 12.500 unidades. Y contó que entre las «100 opiniones más repetidas» está: «El presidente Maduro no está solo, el pueblo está con él». Pero, en segundo lugar, aparece: «Si la corrupción no se castiga, la impunidad se convierte en descontento». 

La gran pregunta hoy para la cúpula del poder es qué produce más descontento: si presentar a El Aissami en un tribunal, con todo lo que ello implica, o propiciar una salida reservada. Lo que el gobierno crea que minimizará el descontento marcará el destino del ex-ministro. Hoy, parece que la alternativa para el gobierno es la salida discreta de El Aissami. 

Este es, sin dudas, el caso de corrupción más desafiante para el Ejecutivo, no solo por los montos involucrados, sino por el peso de los detenidos. Veremos si hay un  «Caiga quien caiga II».

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