Opinión

La hora de la verdad de Israel: democracia u ocupación


marzo 2023

Las masivas manifestaciones contra la reforma judicial en Israel están poniendo sobre la mesa el rumbo «iliberal» del Estado, con el gobierno más ultraderechista de su historia. Pero esta erosión democrática es inseparable del reforzamiento de la política colonial israelí.

<p><strong>La hora de la verdad de Israel: democracia u ocupación</strong></p>

Las últimas dos semanas fueron de las más oscuras de la historia de Israel, gobernado hoy por un primer ministro -Benjamin Netanyahu- aliado a la ultraderecha. Se iniciaron de manera fatídica con la muerte de cuatro civiles palestinos mientras el ejército israelí realizaba una operación contra grupos armados palestinos en la ciudad de Naplusa. Más tarde, continuaron con el impulso de una reforma judicial gubernamental que busca sepultar la separación de poderes. Y se completaron con el incendio de un poblado palestino luego de que un pistolero asesinara a dos colonos israelíes que viajaban por esa localidad y con una desobediencia civil nunca vista antes en el Estado de Israel contra la mencionada reforma judicial. Pero vayamos por partes para dar cuenta del inédito momento que vive el Estado de Israel.

La saga comenzó el miércoles 22 de febrero cuando el ejército israelí penetró en la ciudad vieja de Naplusa (designada según los Acuerdos de Oslo como Área A, es decir, administración municipal y de seguridad palestina), donde funciona un enorme mercado callejero entre ruinas otomanas. Allí los militares asesinaron a 11 palestinos, siete de ellos pertenecientes a una nueva organización guerrillera (terrorista según los medios israelíes, que no distinguen entre militantes que atacan a fuerzas militares de ocupación de personas que atentan contra civiles) denominada La Guarida de los Leones.

La acción, en la que murieron cuatro personas sin ninguna militancia activa en el grupo armado palestino, no tuvo víctimas israelíes. Una detallada investigación del New York Times comprobó que dos civiles fueron asesinados por la espalda (uno de ellos les había arrojado fuegos artificiales a las fuerzas militares de Israel) y que otros dos –un hombre de 65 años y un joven de 16- fueron alcanzados por balas israelíes cuando salían de rezar. El ejército israelí actuó, en definitiva, contra un grupo armado minúsculo (el New York Times habla de una treintena de militantes hoy en día), a plena luz del día y cuando el mercado de la ciudad más grande de Cisjordania desbordaba de gente. Para esconderse, los soldados israelíes utilizaron la Gran Mezquita de Naplusa. Este cóctel anticipaba que la respuesta violenta palestina sería solo cuestión de tiempo.

Al día siguiente de los asesinatos en Naplusa, la Knesset –el Parlamento unicameral israelí– aprobó las dos primeras leyes relacionadas con el cuestionado plan de reforma judicial del actual gobierno encabezado por Benjamín Netanyahu, luego de un ruidoso debate de más de seis horas. Ambos proyectos de ley fueron ratificados por 63 votos contra 47.

El gobierno de Netanyahu busca que las decisiones de la Corte Suprema puedan ser revocadas con mayoría simple del Parlamento, en el que la derecha tiene amplia mayoría. La reforma también pretende dar al gobierno más incidencia en la designación de los magistrados. Más que una reforma judicial, quienes se manifiestan masivamente en las calles consideran que se trata de un cambio de régimen tendiente directamente a la instauración de un sistema autoritario.

Pero todo este proceso ha sido denunciado, también, como un intento (no tan) encubierto de otorgarle inmunidad al actual primer ministro –acusado de tres cargos de corrupción y fraude–, al limitar la potestad de Corte Suprema de rechazar leyes que el gobierno de Netanyahu quiera instaurar para sostenerse en el poder incluso si es condenado. Esta medida cumple, además, un antiguo deseo del partido Sionismo Religioso, el tercero más votado en la última elección israelí y el que representa a las colonias judías de Cisjordania, de terminar con lo que ellos denominan hace años como la «dictadura de la Corte Suprema», en tanto este órgano judicial limita la colonización del territorio palestino. Simcha Rothman, el arquitecto de la reforma y habitante de Pnei Keden –un «puesto de avanzada» (colonia aún no legalizada por el Estado israelí)– lo dijo claramente: «Ellos [los jueces de la Corte Suprema] bloquean la ocupación. No es que tengan una postura antiocupación. Simplemente siempre interfieren». 

El pogromo de Huwara

Ya en la tarde del jueves 23 de febrero, el ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, firmó un acuerdo que asigna poderes gubernamentales en Cisjordania a un organismo que será encabezado por el ministro de Finanzas Bezalel Smotrich (otro importante líder colono radical que habita el asentamiento de Kedumim).

Una vez que se implemente el acuerdo, Smotrich se convertirá de hecho en el gobernador israelí de Cisjordania, con poderes que le permitirán controlar casi todas las áreas de la vida en ese territorio, incluidas la planificación, la construcción y la infraestructura, con la intención de expandir los asentamientos y detener todo el desarrollo palestino. Más de un observador de la situación denominó el hecho como poner al «lobo a cuidar a las gallinas».

Pero la situación más preocupante –y que viola el derecho internacional– es que toda la acción representa la anexión de hecho del área C palestina (donde los israelíes tienen el patrimonio civil y de seguridad de una zona -no contigua- que ocupa 60% de Cisjordania y donde se encuentran todos los asentamientos israelíes), junto con la instauración legal de dos sistemas para dos poblaciones en un mismo territorio: los colonos judíos pasarán a depender del Ministerio de Finanzas, mientras que los palestinos ocupados seguirán controlados por el poder militar israelí. Israel ha erigido «un régimen de apartheid formal y en toda regla», afirmó ayer el editorial del diario Haaretz, en una dura advertencia sobre el rumbo del Estado de ocupación.

El sábado 25, en horas del descanso judío del Shabbat, colonos enmascarados del «puesto de avanzada» de Givat Ronen (una extensión del asentamiento de Har Bracha) descendieron sobre el pueblo palestino de Burin y quemaron autos y propiedades palestinas. En una situación dantesca, la propia seguridad armada y privada de Givat Ronen llegó al pueblo palestino apoyada por el ejército israelí para contener una posible respuesta de los habitantes antes que para detener a los violentos colonos. Toda la situación -el ataque terrorista más la protección de los atacantes- no hacía más que arrojar gasolina sobre una zona de Cisjordania ya encendida no solo por la sangrienta operación israelí del miércoles 22, sino también por los constantes ataques de las colonias más extremistas que habitan el territorio palestino: las que rodean por ambos lados -en el monte Erbal y el monte Gezirin- a la ciudad de Naplusa. Se trata de la localidad históricamente más militante de los palestinos, cuna de las Brigadas Mártires de Al-Aqsa, el grupo que más soldados israelíes mató durante la segunda intifada.

Un día más tarde, como una tragedia anunciada, un palestino armado asesinó a dos jóvenes colonos habitantes del asentamiento de Har Bracha, los hermanos Hallel Yaniv, de 21 años, y Yagel Yaniv, de 19 años, que transitaban con su auto por el pueblo palestino de Huwara. Las causas no han sido del todo esclarecidas, pues no hubo reivindicación del ataque por ningún grupo militante palestino y el atacante (que era simpatizante del grupo Hamas) fue ultimado en una operación del ejército israelí en Jenin durante la tarde del 7 de abril. No obstante, el sitio escogido para el atentado no había sido fortuito: Huwara es el único pueblo o ciudad palestina que se encuentra a ambos lados de la ruta israelí 60, la misma que une casi todos los asentamientos de sur a norte dentro de Cisjordania. El centro habitacional ha sido escenario de la ira y los ataques de los colonos israelíes que habitan ese sector del territorio palestino (denominado por los judíos religiosos Samaria) han sido recurrentes: Huwara es la única ciudad árabe que los israelíes deben atravesar por el medio para llegar a sus colonias.

Desde hace años, es un secreto en voz alta que el movimiento colono del norte de Cisjordania, el más violento y mesiánico, busca cerrar todos los locales comerciales y las viviendas de Huwara que se encuentran frente a la ruta bajo consideraciones de seguridad que responden más al deseo de desarrollar una limpieza étnica del lugar que de proteger la vida de los ocupantes ilegales del territorio. 

Sin que mediase espera o investigación, importantes líderes colonos, como Davidi Ben Zion, el vicejefe del Consejo de Samaria, habían llamado en Twitter a «borrar» el poblado palestino del mapa y a «no tener piedad» con los palestinos.

Seis horas después, una horda de colonos israelíes invadió el poblado de Huwara con el fin de destruir todo lo que estuviese a su alcance. El ejército de Israel, que sabía exactamente lo que planeaban los colonos en Huwara, pues la «invasión» se organizó públicamente con horas de antelación, no hizo prácticamente nada: a pesar de cerrar las cuatro arterias vehiculares que llegan al poblado, permitió que los colonos violentos ingresaran a pie y permanecieron inmóviles durante horas mientras los israelíes quemaban casas y automóviles con personas adentro y arrojaban piedras a las ambulancias (existen numerosos videos donde se ve a la policía y al ejército de Israel contemplar los ataques revanchistas sin siquiera intervenir).

Más de 120 personas resultaron heridas, incluido un palestino con una grave herida en la cabeza que actualmente se encuentra hospitalizado en Naplusa. También fue asesinado Sameh Aqtash, de 37 años, un trabajador humanitario palestino del pueblo cercano de Za'atara que había retornado recientemente de Turquía, donde había prestado su ayuda a las víctimas del terremoto. Aún no está claro si fue asesinado a tiros por colonos o por soldados. Para concluir un día trágico en la historia israelí pero también judía, luego de incendiar Huwara, un importante grupo de los colonos atacantes realizó -con clara autorización militar- el rezo nocturno, mientras el pueblo se consumía en llamas. Luego de que terminase el ataque –que se reanudó días después–, solo fueron arrestadas ocho personas y hoy todas se encuentran libres, excepto dos que continúan bajo arresto domiciliario.

El evento violento fue rápidamente calificado como un pogromo. El término se aplicó por primera vez a los brutales ataques de la turba contra las comunidades judías, a veces con el apoyo de fuerzas estatales, en el imperio zarista del siglo XIX. También se ha utilizado para describir otras atrocidades antisemitas similares, como la Kristallnacht de la Alemania nazi en 1938. Al escuchar la palabra «pogromo» asociada a lo acontecido en Huwara, muchos judíos elevaron el grito al cielo, más indignados por su uso que por la destrucción cometida y quejándose de que tal denominación solo debe aplicarse a los ataques contra judíos.

Es probable que todo esto ya lo supiese el mayor general Yehuda Fuchs, a cargo del Comando Central del ejército israelí y responsable de las unidades y brigadas ubicadas en Cisjordania, quien a pesar de las quejas, condenó la violencia en Huwara precisamente como «un pogromo». Numerosos medios periodísticos israelíes, incluido el diario de centroderecha Jerusalem Post, también lo denominaron de esa forma. Días después, en una conferencia del diario económico israelí, el ministro de Finanzas Bezalel Smotrich volvió a reafirmar su deseo cuando se le preguntó por qué le había dado «me gusta» al tuit que llamaba a a «aniquilar» Huwara: «El pueblo de Hawara necesita ser aniquilado. Creo que el Estado de Israel debe hacer eso. Dios no quiera que lo hagan individuos privados», sentenció el ministro de Finanzas israelí y futuro «gobernador» de Cisjordania.

Contra el «golpe de Estado»

El oscuro panorama prosiguió el miércoles 1° de marzo con la policía israelí reprimiendo manifestaciones contra la reforma judicial y a favor de la democracia en Tel Aviv, disparando granadas de aturdimiento, cañones de agua y arremetiendo a caballo durante un «día de disrupción», con escenas violentas que no se veían en Israel desde hace mucho.

Ese mismo día, en una carta firmada por los ex-jefes del ejército israelí Ehud Barak (también ex-primer ministro), Moshe Yaalon y Dan Halutz; los ex-jefes de Shin Bet (servicio de inteligencia y seguridad interior) Nadav Argaman, Yuval Diskin, Carmi Gillon y Jacob Perry; y el ex-jefe del Mossad Tamir Pardo, entre muchos otros, se le exigió al presidente israelí, Isaac Herzog, que tomase medidas inmediatas para convocar una Asamblea Constituyente con el fin de proteger la democracia israelí, y los movimientos del gobierno para socavar la independencia del Poder Judicial fueron calificados como un «golpe de Estado que amenaza con convertir a Israel en una dictadura de facto».

Exactamente una semana mas tarde, todos los ex-comandantes vivos de la Fuerza Aérea de Israel –la elite de sus Fuerzas Armadas– le reclamaron al primer ministro Netanyahu que detuviera toda legislación tendiente a un «golpe constitucional» y «encontrara una solución a la situación lo antes posible». Un día antes, 37 de los 40 pilotos de reserva del Escuadrón 69 de la Fuerza Aérea (que opera aviones F-15 avanzados que sirven como brazo para cualquier ataque militar de largo alcance) dijeron que no se presentarán a los entrenamientos programados en protesta por el «golpe judicial del gobierno».

La crisis muestra que Israel necesita reformas profundas, pero no las que propone el actual gobierno sino exactamente las opuestas. Israel carece desde su fundación de una Constitución en la que se incluya una declaración de derechos y garantías y que proteja la independencia judicial. Esa ausencia ha dejado desguarnecida la división de poderes del Estado ante un ataque legislativo de la naturaleza que vemos hoy en día. La «reforma» o «golpe» judicial y quienes la proponen no está separada, sin embargo, del proyecto de colonización de Cisjordania. Una victoria de este campo sin duda llevara a una profundización de la ocupación y la colonización de los territorios palestinos, a punto tal de llegar a anexar parte de ellos.

Ambos movimientos no van por carriles separados, sino que son parte del mismo camino. La Corte Suprema nunca se ha animado a dictaminar que la ocupación civil de Cisjordania es «ilegal», pero ha logrado censurar en parte los deseos expansionistas al determinar que el Estado de Israel no puede ocupar tierras privadas palestinas (no así las públicas) para desarrollar su proyecto colonial en Cisjordania.

Más de la mitad de la población israelí vota mayoritariamente desde hace dos décadas por partidos que declaran de manera abierta que su propósito es colonizar tierras palestinas haciendo inviable la determinación de otro pueblo y la solución de «dos Estados para dos pueblos» (judíos y palestinos). Es cierto que han surgido importantes organizaciones fundamentalistas islámicas al calor de la ocupación militar que pretenden destruir Israel y la autodeterminación nacional judía, pero también es imposible dejar de lado que el partido más grande israelí, el Likud, declara abiertamente desde 1977 en su plataforma política la colonización de Cisjordania y el bloqueo de un Estado palestino como sus objetivos primordiales. 

Estado policial

Israel podrá esgrimir legítima defensa ante los embates violentos de los radicales religiosos islámicos como Hamas o de nacionalistas más seculares, pero el establecimiento de 700.000 personas en un territorio extranjero –junto con toda la millonaria inversión realizada en las colonias– explica que la relación con los palestinos -en tanto territorio ocupado- diste bastante de ser un mero problema de defensa o subsistencia. A menos que, y solo si, la subsistencia de los israelíes esté basada en la negación de los derechos nacionales de otro pueblo. Fue imposible pensar al sionismo temprano sin considerar la persecución a los judíos, pero cada vez se hace más difícil pensar el sionismo actual sin resaltar la colonización y la ocupación sobre los palestinos.

El filósofo, químico israelí y judío ortodoxo Yeshayahu Leibowitz ya lo había dejado por escrito en un ensayo de1968: «El dominio sobre los territorios ocupados tendrá repercusiones sociales. Un Estado que domina a una población hostil se convertirá en un Estado policía, con todo lo que eso implica para la educación, la libertad de expresión y las instituciones democráticas. La característica corrupción que azota a un régimen colonial también se impondrá en el Estado de Israel».

Hoy en día, la profecía del por entonces vilipendiado Leibowitz suena más actual que nunca. Con 8% de la población israelí viviendo en suelo palestino, la solución de «dos Estados para dos pueblos» -que precisa la evacuación de los colonos- es prácticamente imposible. Sin embargo, continúa siendo la única alternativa viable con apoyo en el terreno para resolver el conflicto israelí-palestino (la idea de un Estado para todos es más una propuesta de observadores extranjeros que la alternativa preferida por ambas poblaciones).

Mientras tanto, el gobierno de Israel está tratando a los opositores judío-israelíes como trató a los palestinos durante décadas. Luego de 56 años de ocupación militar sobre los palestinos, existen pocas dudas de que todo lo que empieza en Cisjordania termina en Israel. No es posible mantener por medio siglo una democracia para los propios ciudadanos junto con una dictadura militar para los no ciudadanos y que el hecho no produzca consecuencias internas.

Israel logró evitar las secuelas por un largo tiempo, pero ahora ha llegado su momento de la verdad: democracia u ocupación.

Un Israel sin colonias o uno en el que la «ley» de las colonias tome lentamente todo el país. Los liberales israelíes que creen que deteniendo la reforma -o golpe judicial- lograrán mantener el statu quo están equivocados: mientras ellos buscan llegar a un «consenso» basado en un arreglo de derechos limitados para los árabes palestinos y libertad total para judíos israelíes, el movimiento «iliberal» israelí -desarrollado al calor de la colonización de Cisjordania- va por todo y no piensa detenerse.

No hay sanidad posible para un Israel que no quiera abordar la verdadera causa del problema. La población israelí podrá o no sacar al gobierno actual, pero hasta que no confronte a su verdadero «elefante en la habitación», poco cambiará. Y todo será un paso más hacia terminar con el sueño primordial del sionismo de antaño: un Estado judío y democrático.

Los judíos no cometieron masacres contra nadie durante siglos, no porque fueran mejores que otras personas, sino porque tenían un acceso limitado al poder, como un grupo no soberano y comúnmente perseguido. El sionismo trató de poner fin a esa condición. Se trató de un amplio movimiento que pudo incluir a socialistas, laboristas, religiosos e incluso a radicales de derecha, tanto a Moshe Sharret como a Ze’ev Jabotinsky, tanto a Haim Oron como a Itamar Ben Gvir, tanto a Pinhas Sapir como a Hanan Porat.

Hoy, la mitad de los judíos del mundo viven en un Estado soberano como israelíes y deben ser juzgados por sus acciones -criminales o respetuosas de la ley, democráticas o antidemocráticas- como otros pueblos cuando cometen las mismas atrocidades. Esto nos lleva a pensar de nuevo sobre el concepto tan manipulado de «nuevo antisemitismo» para referirse a Israel: este pretende que un Estado soberano y poderoso continúa siendo una minoría perseguida a salvo de cualquier crítica. Ver a los judíos perpetrar pogromos es comprender que el sionismo pudo haber tenido un éxito rotundo en cumplir su sueño más audaz: normalizar la condición del pueblo judío. Pero esto podría ser, al mismo tiempo, una victoria pírrica. 

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