Entrevista

El salvinismo: una pasión de la derecha italiana


febrero 2019

¿Cómo ha conseguido Matteo Salvini su arrolladora popularidad? ¿Su liderazgo político es similar al de otras fuerzas políticas de la extrema derecha europea? ¿Cómo juega el discurso antiinmigrante? Sobre el auge de la derecha populista y el declive de la izquierda, dialogamos con el analista político Samuele Mazzolini.

El salvinismo: una pasión de la derecha italiana

Matteo Salvini ha conseguido imponerse como el principal líder de la derecha italiana, desbancando al Movimiento 5 Estrellas pero también al histórico partido de Silvio Berlusconi en las últimas elecciones regionales. ¿Cuáles son las razones que explican que la Liga, un partido vinculado históricamente al Norte y asociado al secesionismo y el odio a los «pobres del Sur», haya conseguido crecer en regiones que le eran adversas?

A partir de 2013, cuando ganó las primarias de la Liga Norte sobre su fundador y líder histórico Umberto Bossi, Matteo Salvini empezó a imprimir un lento viraje al partido, que se ha ido acelerando con el transcurso de los años. La Liga Norte había sido históricamente el partido de los intereses de los pequeños propietarios de las regiones del norte –Lombardia y Veneto, en particular–, aplastados por la presión fiscal, y que además ostentaban una diferencia cultural con el resto del país. Sin embargo, hay que resaltar que ya desde entonces la Liga Norte empezó a interceptar segmentos significativos del voto obrero gracias al aura demagógica de Bossi. En la retórica del partido, Roma era una ciudad parasitaria, «ladrona», ya que vivía de aparatos estatales financiados por los impuestos del Norte. El Sur era descrito en términos de holgazanería y atraso social y económico, mitigado solamente por un asistencialismo demasiado generoso. En su época más extravagante, la Liga Norte dio vida a un exotismo político que entremezclaba ocurrencias bizarras y crasas vulgaridades. Se inventaron de la nada una genealogía histórica de la Padania –el valle que ocupa casi todo el norte de Italia–, con fiestas en las cuales sacaban en una ampolla una muestra de agua del río Po, sin contar los ultrajes y los gestos obscenos que Bossi, en los años de su auge político, jamás escatimó. La Liga Norte osciló desde los años 90 hasta 2013 entre una posición abiertamente secesionista (que no arrojó muchos réditos electorales) y la colaboración con Berlusconi con una plataforma federalista. En el sur siempre fueron muy odiados. La Liga Norte era la muleta de la coalición del centroderecha en el norte.

Salvini, que hasta hace algunos años estaba plenamente imbuido en esta retórica política, ha cambiado de rumbo, moldeando el partido según el formato del Frente Nacional de Marine Le Pen y cambiándole incluso el nombre, ya que ahora se llama simplemente Liga, sin la palabra «Norte». Se trata de un partido nacional, con una retórica centrada principalmente en la inmigración. La intensificación y la mediatización del fenómeno migratorio en los últimos años, con un aumento dramático de los desembarcos de seres humanos desesperados en las costas del sur del país, han ofrecido un material explosivo para la Liga. En este marco, Salvini se ha caracterizado por mantener una postura de mano dura y ha logrado identificar a la izquierda como «buenista» y olvidadiza de los intereses de los italianos, y ha acusado en paralelo a los demás países europeos de dejar sola a Italia en el manejo de la migración. Según Salvini, la dinámica migratoria pone en aprietos el mercado laboral, obliga al Estado a gastar dinero en los migrantes y amenaza el orden público. Ha sido una estrategia que, en una coyuntura de descalabro social y económico, ha canalizado de la forma más burda el descontento social. El cumplimiento de estas promesas electorales desde que ocupa el cargo de ministro del Interior ha logrado aumentar de manera exponencial su cotización política en los últimos meses. Además, Salvini ha sido hábil al incorporar otros temas que en el escenario político ningún otro sujeto había logrado capturar, como la oposición a la reforma de las pensiones y a los tecnócratas europeos. Con respecto a este último punto, coqueteó con una desconfianza galopante hacia la Unión Europea que va desplegándose por el país y llegó a poner en entredicho incluso el euro, pero diciendo lo contrario cuando eso ya no lo convenía.

Si tuviera que trazar un perfil de Salvini, ¿qué rasgos resaltaría?

Hay que reconocer que Salvini tiene un grandísimo olfato político. Creo que su mayor habilidad radica en hacer pasar consignas de la derecha radical como planteos de «sentido común». Sus tonos son encendidos, pero siempre logra presentar sus propuestas como perfectamente legítimas, como fruto de un razonamiento. El suyo no es un mero griterío: a través un lenguaje simple, muy lineal, de «hombre del pueblo», es capaz de empaquetar políticas extremas como obvias y evidentes, colocando por afuera del campo de la razonabilidad a los demás actores políticos. Otra capacidad, esta sí más subterránea, es la de mantener su popularidad en sectores que están en sus antípodas políticas. Salvini no le gusta exclusivamente a quienes hoy en día incuban un fuerte resentimiento social. Mantiene, al mismo tiempo, un apoyo muy alto entre los sectores empresariales. No todos en este sector toleran su ímpetu xenófobo, pero ante la incógnita del Movimiento 5 Estrellas, prefieren un partido con una vocación mucho más neta en defensa de los negocios, como evidencia la promesa de instituir el flat tax. Esto explica que durante varios meses Salvini haya tenido «buena prensa» en algunos periódicos de orientación liberal. Es un político muy sagaz, ya que al exhibir una mezcla de radicalismo de derecha y pragmatismo proempresarial llega a fusionar ámbitos sociales muy heterogéneos.

¿Qué similitudes y diferencias hay entre Salvini y otras corrientes de la extrema derecha –o los «populismos de derecha»– europeos?

Es una galaxia compleja, se trata de formaciones que tienen genealogías distintas. Más allá de que en esta coyuntura histórica sean categorizadas heurísticamente como populismos de derecha, es importante mantener un acercamiento lo más analítico posible, incluso para no caer en la trampa de acusarlos, sin más, de fascismo. Lo que tienen en común es una abierta hostilidad hacia la migración. Reclaman sus países exclusivamente para los nativos (nativos a menudo entendidos en términos estrictamente de consanguinidad étnica), exhibiendo intolerancia hacia los migrantes africanos y asiáticos, pero también hacia los de Europa del Este. Algunos de ellos expresan más preocupación que otros hacia la supuesta «islamización» de nuestras sociedades. Es un tema que Salvini ha desplegado, aunque no diría que es tan central como en el caso de Marine Le Pen en Francia y Geert Wilders en Holanda. De manera apenas menos visible, una parte de ellos tiene posturas homófobas, pero hay excepciones. Alcanza con pensar en la líder de Alternativa para Alemania (AfD), Alice Weidel, que es abiertamente homosexual, o el neerlandés Pym Fortuyn, que también lo era.

Me parece, de todos modos, que existen diferencias importantes. Algunos de ellos no logran quitarse por completo una cierta estética fascista, aunque el discurso (en muchos casos) ya no lo sea. Es el caso del Frente Nacional de Le Pen, cuya asociación con el régimen de Vichy sigue siendo bastante inmediata. Lo mismo sucede con AfD en Alemania y Jobbit en Hungría, que proceden de movimientos sociales de extrema derecha. Como sabemos, la procedencia ideológica de la Liga es muy distinta, aunque claramente Salvini se haya convertido en una opción electoral muy atractiva para el electorado posfascista. Sin embargo, yo diría que la diferencia fundamental es otra. Si bien casi todos estos sujetos son hostiles hacia la Unión Europea y postulan la recuperación de la soberanía nacional (desde una perspectiva de derecha, obviamente), el elemento «antiausteridad» es más marcado en el caso de la Liga y, en parte, en el de Marine Le Pen. No es casualidad que los populistas de derecha del norte de Europa recurran, como muchos liberales de sus países, a la parábola de la cigarra y la hormiga: los pueblos del sur de Europa son cigarras dedicadas a la buena vida y pretenden que sus cuentas sean pagadas por las hormigas trabajadoras, que serían los pueblos del norte. Vale la pena subrayar que es un discurso que carece de cualquier tipo de sustento. Finalmente, hay una ulterior fuente de tensión entre ellos –más allá de que hayan tenido muchas cumbres juntos– en vistas a una suerte de internacional de los populistas derechistas. Salvini ha reclamado una y otra vez que haya un reparto equitativo entre países europeos de los migrantes que llegan a Italia. El más recalcitrante ha sido justamente su amigo Viktor Orbán en Hungría.

Luca Morisi, el gurú de las redes que desarrolla la campaña política de Salvini, ha logrado convertir a quien fuera un demagogo que solo tenía poder de convencimiento para sectores racistas y xenófobos minoritarios en un verdadero líder popular. ¿Cuáles han sido las claves de la estrategia de propaganda que han permitido hacer que Salvini parezca «cercano al pueblo»?

Este es otro aspecto fundamental. Hay una hiperexposición mediática de Salvini. Prendes la radio y habla Salvini, pasas a la tele y está Salvini, por tu ciudad tarde o temprano te toparás con Salvini lanzándose en una de sus arengas, te conectas a las redes sociales y te aparece algún post o alguna foto de Salvini. En este último campo parece que Luca Morisi ha afinado un sistema particular, denominado comúnmente «la bestia». No soy un experto en tecnologías digitales, pero tengo entendido que es un sistema que maneja conjuntamente las redes sociales y la listas de mail, analizando constantemente los contenidos de mayor éxito, el tipo de usuarios que han interactuado y de qué manera lo han hecho. Eso les permite ir afinando la propaganda, calibrando los mensajes según los vaivenes y los cambios del humor político. Pocas semanas antes de las elecciones del año pasado, lanzaron un juego online en Facebook llamado «Gánate a Salvini», que invitaba a los usuarios a interactuar con los posteos del «Capitán» [el apodo del líder de la Liga]. A quien ganaba, se le publicaba una foto desde el canal de Salvini, recibía una llamada de este y finalmente lo podía conocer en un encuentro «reservado». Era una manera de aumentar el volumen de tráfico del canal, pero también de captar los datos de una cantidad enorme de usuarios. Ahora sabemos muy bien que el manejo de los big data es importante a la hora de intentar influir en la opinión pública.

El ascenso del «salvinismo» parece ir en paralelo al derrumbe político e intelectual de la izquierda italiana, una de las más fuertes de Occidente. ¿Es posible pensar desde dónde podría recomponerse ese espacio?

Todas las vertientes de la izquierda italiana viven un periodo de crisis gravísima. Las elecciones del 4 de marzo de 2018 serán recordadas, durante mucho tiempo, como su Waterloo. La izquierda moderada y socialdemócrata pasa por un extravío profundo. Su adhesión a las políticas antipopulares, su aceptación acrítica de la austeridad impuesta desde Bruselas, su cercanía con los grandes grupos empresariales y financieros han hecho que sea percibida, y con mucha razón, como cómplice de la pérdida de aquellas seguridades sociales y laborales que habían caracterizado la anterior fase histórica. Matteo Renzi, tras un periodo en el cual logró aparecer como el representante de una propuesta innovadora de renovación generacional en una especie de «populismo de centro», ha desechado muy rápidamente el capital político acumulado y ahora, a los 44 años, ya es una estrella menguante de la política italiana. No bien llegó al poder, demostró que la única variante que aportaba era una ulterior moderación del Partido Democrático, en un proceso que se gestaba por lo menos desde la muerte del Partido Comunista Italiano (PCI) y del cual él ha representado el auge y la consecuente ruina. Arrogante, presuntuoso, fuera de contacto con la realidad, ha confirmado la tesis de Maquiavelo según la cual el liderazgo para llegar al poder no coincide necesariamente con el que se necesita para mantenerlo.

La izquierda radical tampoco tiene esperanza alguna. Ante la población, aparece como totalmente residual. Este sector político se dirige exclusivamente a sí mismo, porque debe respetar ciertos cánones del discurso y una determinada estética. La izquierda cree que debe gustarse a sí misma. En realidad, debería gustar por fuera de sí misma. El hecho es que sus procesos litúrgicos, fuera de su propia burbuja, provocan rechazo. Se arrincona y no se da cuenta de que escoge autónomamente el nicho del espacio político que la neutraliza. No es una cuestión de dejar de luchar por la justicia social: es un tema de símbolos, de palabras, de tics nerviosos, de una repetición de todo lo «políticamente correcto» que se ha vuelto odiosa. Pero es también una cuestión de contenidos. En este sentido, ninguna de las dos vertientes de la izquierda logra desarrollar un análisis socioeconómico a la altura de las circunstancias, insistiendo sobre derechos civiles e individuales en una época en que la prioridad de la cuestión social es patente. Ninguno de los dos sectores ha problematizado seriamente el papel de la Unión Europea y del euro. Ambos han sido la palanca a través de la cual el neoliberalismo se ha cristalizado y consolidado, desgastando la democracia en favor de los mercados y vaciando a los Estados europeos de soberanía popular. Según la izquierda italiana, hablar de soberanía hoy en día corresponde a adoptar el lenguaje del enemigo. Es una palabra vetada. Puedo darme cuenta de que, vista desde América Latina, esta postura parece hasta grotesca. Aquí solo la derecha y el Movimiento 5 Estrellas han sido lo suficientemente sagaces para entrever la necesidad de referirse a la «cuestión nacional», que es un nudo riquísimo, ya que ahí se condensan el déficit democrático, la asimetría entre los países europeos y la necesidad de llevar adelante una propuesta anclada en las tradiciones populares y nacionales. En cambio, la izquierda se presenta como defensora de un cosmopolitismo abstracto, y no es una casualidad que sus votantes pertenezcan a capas acomodadas que viven en los costosos centros urbanos. Su enraizamiento popular ya es casi nulo.

Hace casi un mes, numerosos alcaldes del sur de Italia se rebelaron contra Salvini y decidieron no cerrar sus puertos ante la llegada de inmigrantes. ¿Cómo puede resolverse ese conflicto humanitario y también territorial entre el gobierno y los alcaldes? ¿Pueden líderes como el alcalde napolitano Luigi de Magistris encarnar la nueva oposición al gobierno?

El gesto de esos alcaldes ha sido valiente y meritorio. Pero no hay ningún conflicto territorial. La verdad es que la posibilidad de revertir la política de Salvini de cerrar los puertos está fuera de su alcance. El tema humanitario no tiene una fácil resolución. Las migraciones son dinámicas que tienen razones estructurales profundas y que requerirían de soluciones drásticas, comenzando por el cuestionamiento del papel de los países occidentales y sus multinacionales en África. En el corto plazo, haría falta una mayor solidaridad por parte de los países europeos y la superación de la Convención de Dublín que prevé que sea el país de llegada del migrante el responsable del trámite del asilo, lo que pone excesiva presión sobre los países del sur de Europa, Italia y Grecia in primis.

Con respecto a De Magistris, me veo obligado a responder enfáticamente que no, no puede encarnar ninguna oposición al gobierno. Recientemente ha descartado la posibilidad de liderar un amplio abanico de fuerzas de la izquierda radical de cara a las elecciones europeas. Hay dos tipos de razones para pensar que no hubiera sido particularmente exitoso. El primero tiene que ver con el personaje. En los últimos tiempos se ha encerrado en un lenguaje y un simbolismo muy vernáculo, muy napolitano, con escasa proyección en el centro-norte de Italia, donde vive la mayoría de la población. Además, ha salido con propuestas algo estrafalarias, como la idea de una criptomoneda para Nápoles y la organización de un referéndum para obtener mayor autonomía para la ciudad (en un contexto en que la autonomía siempre ha sido una consigna de la Liga para desenganchar al norte de las regiones del sur, objetivo que Salvini está logrando a través de una trasferencia de competencias a tres regiones norteñas en el medio de un silencio generalizado, ya que pondría en duda su vocación nacional). El segundo es que De Magistris no logró mantener una prudente distancia de sujetos políticos desacreditados y sin futuro político. Lo peor es que su propuesta fue fagocitada por ese milieu, con la adopción de tonos de condena moral antes que políticos. Volvamos al tema migratorio. Este supone hoy en día una dicotomía de la que no hay nada bueno que sacar. Insistir en el polo opuesto al de la Liga es éticamente loable, pero políticamente infecundo. Su alternativa sería tratar de aproximarse a la Liga, pero eso es éticamente asqueroso y políticamente inútil: ya hay alguien que ocupa ese casillero inmensamente mejor que tú. El único camino que puede tener algún sentido es la adopción de una posición matizada sobre el tema para evitar salir políticamente aplastado. Es decir, reconociendo el drama humanitario y rechazando las políticas de la Liga, pero admitiendo la naturaleza problemática del fenómeno y la necesidad de alguna intervención reguladora. Sin embargo, es un eje desde el cual resulta prácticamente imposible extraer réditos políticos y se deben buscar nuevas dicotomías en las cuales ocupar la posición más fuerte. Es la cuestión del control de la agenda política. En cambio, la izquierda y De Magistris han ido siguiendo esta línea. Reciben pasivamente la dicotomía de la migración (y otras análogas) y la refuerzan, desempolvando un antifascismo militante que no articula nada y se limita a expresar una obra de testimonio moral.


¿Cómo juega hoy Italia en la geopolítica global?

Muy mal. Italia ha sido históricamente el sur del norte y el este del oeste. Ahora corremos el riesgo de que esto se invierta. Sin embargo, no se trata de una suerte de «destino manifiesto» al revés. Italia vale potencialmente mucho más de lo que sus pavorosas elites piensan y de lo que las descabelladas elecciones de estas han determinado en las últimas décadas. Italia ha sido históricamente rehén del atosigamiento de imitar a modelos extranjeros, y la participación en el proceso de constitución del euro –una de las apuestas geopolíticas más absurdas y nefastas del siglo pasado– representa el punto más alto de esa actitud. Es la filosofía del así llamado «vínculo externo», es decir la voluntad de atar nuestra economía y sociedad a modelos que nuestras elites consideran como más exitosos, para que nos arrastren fuera de nuestros supuestos atavismos, de nuestra aparente propensión ontológica al desastre, a hacerlo mal. Es, en definitiva, una especie de «autorracismo». Todo esto se ha traducido en una política exterior a la merced de los más poderosos, tanto en el plano europeo como en el mundial, sobre todo frente a Estados Unidos. Por eso, Italia ha estado siempre a la vanguardia a la hora de prestar recursos (militares, financieros y de espionaje) para fines ajenos a sus intereses (véase en particular la participación en guerras impulsadas por otros), poniendo en riesgo incluso sus propias redes comerciales.

Italia no es inmune a los problemas internos de orden económico, demográfico y político que menoscaban su proyección internacional. Pero un eventual «Italexit» asusta a todo el mundo, ya que pondría en duda la existencia misma de la eurozona. En este sentido, Italia no es Grecia. Pero además, Italia goza de posiciones que le permitirían conducir una política exterior más independiente, más protagónica. El tamaño de su economía (la octava o novena del mundo), su privilegiada posición geográfica en el centro del Mediterráneo, su excelencia en algunos sectores tecnológicos, son elementos que en principio le podrían otorgar un papel mucho menos servil del que exhibe ahora. El tema es que falta Estado, carecemos de una clase dirigente a la altura que sepa razonar por fuera de los patrones consolidados, de instituciones que funcionen. Para tener un papel geopolítico más relevante, habría que terminar el inacabado proceso del «Risorgimento». Es una tarea que se había propuesto el Partido Comunista, pero ahora ya nadie razona en esos términos.



Samuele Mazzolini es doctor en Filosofía por la Universidad de Essex. Se desempeña como docente en el departamento de Política, Lenguajes y Estudios Internacionales de la Universidad de Bath. Es colaborador habitual del periódico Il Fatto Quotidiano y presidente de la organización política Senso Comune.

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