¿Una nueva esperanza para el socialismo?
Entrevista a José Antonio Sanahuja
enero 2020
El socialista Pedro Sánchez es el nuevo presidente de España. ¿Qué se puede esperar de su gobierno? ¿Cuáles son los desafíos del «pacto progresista» con Unidas Podemos? ¿Cómo se enmarca en el contexto de crisis de la socialdemocracia europea? José Antonio Sanahuja, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid y director de la Fundación Carolina, analiza el actual contexto político de la izquierda española en esta entrevista.
Luego de una serie de procesos electorales y de intentos fallidos de pacto de gobierno, Pedro Sánchez logró finalmente ser investido como presidente de España. ¿Qué supone políticamente esta investidura que se ha producido con un margen muy ajustado y con un pacto de izquierda entre el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Unidas Podemos?
El acuerdo para un gobierno progresista y la investidura de Pedro Sánchez debían haberse producido antes, tras las elecciones de abril, y se debía haber evitado una nueva convocatoria electoral meses después. Hubo errores de cálculo: pensar que la nueva convocatoria electoral daría mayorías más holgadas al Partido Socialista y debilitaría a Ciudadanos y Podemos. Ciudadanos, sí, se desplomó, y Podemos salió debilitado. Pero el PSOE no mejoró sus posiciones. Paradójicamente, la mayor debilidad de la izquierda frente al ascenso del Partido Popular (PP) y, sobre todo, de la extrema derecha de Vox, hizo posible lo que meses antes parecía imposible. Lo mismo puede decirse respecto al acuerdo de los socialistas con los independentistas de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), cuya abstención hizo posible la investidura. Como dijo su líder, Gabriel Rufián, parafraseando a [Jorge Luis] Borges: «no nos une el amor sino el espanto».
En cualquier caso, la investidura, que se ha logrado por un estrecho margen, tiene una gran trascendencia. No solo por dar paso al primer gobierno de coalición que se ha formado en España desde la transición democrática. Es también el primer gran pacto de gobierno de izquierdas en nuestro país desde la Transición y se basa en un programa con un fuerte contenido social y ambiental. Los acuerdos con Podemos se centran en cuatro grandes ejes. El primero es la tradicional agenda socialdemócrata de empleo y protección social –aumento del salario mínimo, derogación de la reforma laboral y del abaratamiento del despido que introdujo la derecha durante la crisis–. A esto se le suman la igualdad social, la política de predistribución y redistribución (reforma fiscal progresiva, lucha contra la pobreza infantil), pensiones y cuidados, acceso a la vivienda y control de los alquileres. El segundo eje es la agenda de derechos, con particular énfasis en la igualdad de género, pero también el reconocimiento de la diversidad sociocultural y de condición sexual. El tercer gran acuerdo es el de la transición ecológica, en el marco de la Unión Europea y del European Green Deal, que es todo un programa económico, fiscal, de empleo y de política industrial. Por último, el cuarto eje se basa en reconducir el conflicto entre el independentismo catalán y el Estado al marco de la negociación política, evitando la judicialización y el consiguiente bloqueo. Se trata de evitar que se retroalimente una dinámica muy perniciosa de ascenso del nacionalismo español que, en última instancia, impide centrarse en la agenda social y ambiental, y que alimenta a las opciones más extremistas y «ultras» del nacionalismo.
El marco político en el que se desarrollará el gobierno de Sánchez es muy distinto al del pasado. En principio, porque el bipartidismo clásico parece haber acabado con la emergencia de nuevos partidos y la necesidad de pactos. En segundo lugar, porque las características ideológicas y los liderazgos de las principales fuerzas (el PSOE y el PP) parecen también haberse modificado. ¿Qué puede esperarse, en este contexto, de un gobierno de Sánchez? ¿Cómo puede operar el pacto con Unidas Podemos y la presión externa de las derechas en la oposición?
En España asistimos a un fenómeno que es global: la crisis de representación y la erosión de los partidos mayoritarios. Son muchos los países donde los sistemas de partidos se han transformado y emergen nuevas fuerzas y liderazgos, con una mayor fragmentación. Hay que asumir que habrá más necesidad de pacto y de coaliciones. También se observa en España la tendencia a una mayor polarización y al ascenso del nacionalismo exacerbado y la ultraderecha, en parte alimentada por líderes que promueven «guerras culturales» en torno del género o la inmigración. Son manifestaciones de las fracturas sociales que supone la crisis de la globalización: la relación entre crisis social y ascenso del nacionalismo no es nueva. En el caso español, esos procesos se entretejen y expresan a través del ascenso de la tensión nacionalista, entre el independentismo catalán, a menudo con elementos reaccionarios, y el resurgimiento de un nacionalismo español aún más marcadamente reaccionario, en una dinámica de acción-reacción alimentada por intereses electorales de corto plazo. Es muy significativo que sea en el periodo de mayores recortes sociales desde la Transición cuando se ha promovido desde esos actores una inquietante «guerra de banderas» en las ventanas y balcones que es visible para cualquier foráneo que visite Barcelona, Madrid o cualquier otra ciudad de España.
En ese marco, un gobierno progresista que abre un diálogo con los nacionalistas catalanes, tratando de desjudicializar el conflicto y de reconducirlo al terreno de la política, del diálogo y la negociación, es el mejor escenario posible. Abre la posibilidad de buscar un encaje adecuado para Catalunya en España y de modernizar nuestro modelo territorial y legal. Si se examinan brevemente otros escenarios alternativos, no parece haber nada mejor. Un gobierno del PP, con apoyo de las otras derechas (Ciudadanos y Vox), que en lo tocante a la cuestión catalana son indistinguibles, solo significaría más bloqueo político y más encono. Una coalición entre el PSOE y Ciudadanos, que ha sido la aspiración de muchos porque en el terreno social y económico supondría una política más moderada, habría supuesto un veto total a la negociación con los nacionalistas por parte de Ciudadanos, lo que significaría, de nuevo, el enquistamiento y posible empeoramiento del conflicto. Ante esos escenarios, el gobierno de Sánchez abre un nuevo tiempo para la política y el diálogo, y ese hecho es esperanzador.
¿Cuál es la situación actual de Sánchez dentro del propio PSOE? Luego de haber sido discutido durante mucho tiempo por los sectores ubicados en el «ala derecha» de la organización, ¿ha logrado un mayor consenso? ¿La Presidencia de Ggobierno puede permitirle hegemonizar realmente el espacio socialdemócrata en el país?
La de la caída y el posterior retorno de Sánchez como secretario general y candidato a la Presidencia del Partido Socialista es una historia que puede leerse en varios planos. Es, por un lado, una extraordinaria historia de resistencia y tesón ante la adversidad, que en no pocos aspectos ha supuesto la maduración personal y política del líder socialista, cuya estatura política es ahora mucho mayor que al inicio de ese proceso. Es también la expresión, en clave española, de las tensiones entre sectores de la socialdemocracia anclados en una visión de la política y la realidad social que ya no existe, el denominado «felipismo», representado en las primarias por Susana Díaz, y aquellos que tratan de asumir una agenda de cambio ante una crisis social que interpela al programa básico de la socialdemocracia en el contexto contemporáneo de crisis de globalización. Y es, finalmente, una expresión de las tensiones territoriales y nacionalistas dentro del propio PSOE. No hay que olvidar que, entre las razones aducidas, en su momento, para forzar la caída de Sánchez, estaba el riesgo de que este pactara con los nacionalistas cualquier concesión que significara que «se rompe España».
Esas tensiones siguen presentes. El acuerdo de investidura con ERC ha provocado algunas reacciones en contra dentro del PSOE, en particular en líderes regionales en algunas comunidades autónomas, que han pedido cautela. Y no es para menos. En el debate de investidura, Montserrat Bassa, representante de ERC, aludiendo a los políticos condenados y en prisión, llegó a afirmar textualmente que «le importaba un comino la gobernabilidad de España». Pero, en conjunto, la victoria de Sánchez en las primarias y en las posteriores elecciones nacionales, más la derrota de Susana Díaz en el tradicional bastión socialista de Andalucía, han sido los factores que han reforzado notablemente su ascendiente y liderazgo en el partido, quizás en mayor medida que su apego a un programa de izquierdas más marcado, sobre el que ha sido más ambivalente.
Hace algunos años, la derecha española tenía la hegemonía absoluta del PP. Luego, se produjo la aparición de Ciudadanos, un partido que se definió a sí mismo como social-liberal para pasar a utilizar, lisa y llanamente, la definición de «liberal» sin miramientos. Hoy, sin embargo, Ciudadanos ha perdido caudal electoral, el PP lo ha recuperado y ha aparecido una fuerza de extrema derecha como Vox. ¿Cómo queda articulada la derecha? ¿Es previsible que haga una oposición en bloque al gobierno de unidad de la izquierda?
La derecha española está dividida hoy en esas tres fuerzas: PP, Ciudadanos y Vox. Las tres han optado por centrarse en el rechazo radical al nacionalismo catalán y la movilización del nacionalismo español, entendiendo que es donde existen mayores réditos electorales. Pero ello ha hecho indistinguibles sus propuestas, al competir entre sí por ser el más duro y enérgico. En esa competencia, siempre gana Vox porque ofrece, en su radicalidad «ultra», el mensaje más «auténtico» frente a un PP al que llaman «la derechita cobarde». Es, en el caso español, la expresión de un fenómeno que observamos en muchos otros lugares: si la centroderecha, temerosa de perder apoyo electoral, asume las tesis de la extrema derecha, termina perdiendo apoyos. El caso más llamativo es el de Ciudadanos: nace autodefiniéndose como un partido liberal, incluso llega a afirmar que su programa era «socialdemócrata», pero al movilizar a su electorado en clave ultranacionalista clamando por la unidad de España, ha terminado propiciando el trasvase de su electorado al PP y, sobre todo, a Vox.
Tal y como hemos visto en la durísima respuesta que las tres derechas han dado a la investidura de Sánchez, van a seguir compitiendo entre sí en ese terreno de radicalidad «ultra», pero ello no significa que se debilite su oposición al gobierno progresista de Pedro Sánchez. Va a ser una oposición muy dura, sin cuartel, en bloque, en todos los ámbitos: en el Congreso, en la calle, en los medios de comunicación, la mayoría, que les son favorables, y en los tribunales, siguiendo su bien asentada práctica de judicialización de la política.
Usted ha analizado críticamente el devenir de la socialdemocracia europea desde la crisis de 2008 y ha sostenido que, en muchos casos, ha sido incapaz de reaccionar a tiempo frente a la crisis de la globalización y del orden liberal. ¿Cuál es su análisis de la situación actual?
En principio, considero que efectivamente hay una crisis sistémica, por lo que las crisis más pequeñas debemos indexarlas en una crisis más amplia. En mi diagnóstico, basado en un análisis de economía política internacional, lo que hay es una crisis de la globalización entendida como una estructura histórica y un orden internacional. El orden liberal internacional ha alcanzado sus límites y esto se ha verificado en la crisis de 2008. Esta crisis ha modificado claramente la estructura social y política sobre la que se desplegaba la política socialdemócrata. El éxito de la socialdemocracia se produjo en unas condiciones que ahora no se dan: un modelo económico fordista que precisaba del Estado de Bienestar y de salarios más altos para realizar una producción masiva. Eso, además, tuvo una funcionalidad política y es que los partidos obreros en Occidente entendieron que había una forma de capitalismo social que era mucho más atractiva de lo que había al otro lado del Muro de Berlín. Pero esas condiciones ya no existen.
¿Cuál es, a su juicio, el principal problema de la socialdemocracia al no contar con esas bases?
El principal problema de la socialdemocracia es que se ha enajenado a sus bases sociales tradicionales. ¿Qué ha estado haciendo hasta la crisis de 2008? Ha administrado, en cierta forma, el bienestar. Es decir, ha contado con unas clases medias extraordinariamente amplias, con el empleo relativamente asegurado y un sistema de protección social que, a pesar de sus recortes y de la presión competitiva que la globalización le suponía, aún aguantaba. Esa situación, a partir de 2008, empieza a quebrarse. Las bases sociales de la socialdemocracia están fracturadas profundamente. Por un lado, hay un sector de la base electoral de la socialdemocracia que sigue viviendo relativamente bien, con empleo protegido, con niveles de renta relativamente elevados y, por tanto, manteniendo su estatus social. Para esta gente no hay ninguna razón para cambiar el statu quo. Esa porción del electorado de izquierdas no pretende que la socialdemocracia se transforme en agente de cambio. Es el sector que sigue viviendo en un mundo de globalización democrática y liberal y que entiende que la agenda socialdemócrata es la expansión de derechos para aquellos que no los tienen plenamente reconocidos (los migrantes, las mujeres y otros colectivos). El problema es que solo con el respaldo de ese sector, en principio, no se ganan las elecciones. Con la crisis nos encontramos con otros sectores sociales, en aumento, que esperan que la socialdemocracia se convierta en un agente de cambio, para los que las propuestas que la socialdemocracia desplegó en los años de la globalización ya no son válidas. Esa porción del electorado aspira a que la socialdemocracia plantee un programa que vaya mucho más allá de la expansión de la agenda de derechos de colectivos específicos y que comience a hablar de nuevo de las condiciones laborales, de las pensiones o la vivienda, y que aborde, además, la cuestión crucial de la transición ecológica. A eso apunta, en Estados Unidos, el programa de Alexandria Ocasio-Cortez del Green New Deal, e incluso el de Elizabeth Warren planteando una fiscalidad más exigente sobre los oligopolios. El problema para la socialdemocracia es que si opta por convertirse de nuevo en un agente de cambio, es percibida como un actor radical y pierde a la otra parte de su electorado. En los dos casos, sin suficiente base social y con contradicciones entre unos y otros, se ve abocada a perder las elecciones.
En España parece haber habido, al menos con la formación de gobierno, un relativo éxito y ascenso de la socialdemocracia. Sin embargo, todavía no puede hablarse de la reconstrucción de su hegemonía. En otros países europeos, las fuerzas progresistas están en franco declive. ¿Cómo puede trabajar la socialdemocracia una propuesta que le permita unificar a esos diversos electorados que usted marca como netamente distintos?
La reconstrucción de la hegemonía de la izquierda socialdemócrata pasa, al menos a mi entender, por el desarrollo de un programa y un paquete político atractivo. Y ese paquete atractivo debe volver a incluir temas que pensábamos que ya estaban asumidos y superados. Ya sabemos que hay un debate profundo en la izquierda sobre la cuestión de las minorías. Hay quienes acusan a la izquierda de haberse ocupado demasiado de ellas, relegando la agenda de clase. Es cierto que hay una agenda de expansión de derechos que es irrenunciable para la socialdemocracia: la agenda de igualdad de género, la agenda de los derechos para los inmigrantes, etc. Pero también hay que volver a discutir cuestiones que la socialdemocracia tenía como base de su cultura y su acción política. Me refiero a las cuestiones del empleo decente, de la protección social y de la equidad. La socialdemocracia solo puede reconstruir una hegemonía a escala europea si retoma estos temas, que de nuevo son parte de las demandas de los sectores postergados.
¿Esto no supone un retorno al pasado, pero sobre estructuras nuevas?
Creo que, en este sentido, hay que clarificar algunas cuestiones. En principio, no se trata de que durante los últimos años la socialdemocracia se haya desplazado a los temas de las minorías sexuales, religiosas, étnicas. Se trata de que daba por hecho su programa económico y social porque en cierto modo se había alcanzado. Pero lo que hemos tenido desde 2008 no es una crisis de corto plazo, sino una crisis estructural del capitalismo que transforma las relaciones laborales y que plantea problemas nuevos para mantener el Estado de Bienestar. El instrumental de política de la socialdemocracia clásica ya había sido incorporado a los Estados más avanzados de Europa. Pero la socialdemocracia ha pasado muchos años con inercia frente a la crisis. En cambio, otros sectores a la izquierda – y también a la derecha– han sido mucho más rápidos para entender las transformaciones que se han producido y han sido capaces de plantear un discurso que, aunque en muchos aspectos es falso, ha sido atractivo para el electorado porque ha lanzado un mensaje de protección.
¿La izquierda perdió parte del discurso comunitarista? ¿Confundió el discurso del nacionalismo con el del patriotismo, que sí le era propio?
Hay un giro lógico de amplios sectores de izquierda a la vuelta del Estado-nación. El problema, como en todo, son los extremos. Hoy hay pensadores supuestamente de izquierda que son indistinguibles de los de la extrema derecha. Pienso, por ejemplo, en el italiano Diego Fusaro. Mientras sostiene un discurso obrerista y se reivindica de izquierdas, sostiene el discurso clásico de las extremas derechas sobre temas como la migración o la familia. Pero Fusaro, al igual que otros personajes, es apenas un síntoma. Muestra que hay un terreno que la socialdemocracia ha abandonado o ha cedido: el del Estado y la comunidad. En definitiva, el de la protección. El ejemplo de España es sintomático en este sentido. Cuando llega la crisis de 2008, el gobierno socialista de [José Luis Rodríguez] Zapatero aguanta como puede y, en 2012, cuando llega el PP es cuando se producen los ajustes realmente más duros. En ese momento, los recortes afectaron muy fuertemente, por ejemplo, en el terreno de la educación. En ese ámbito, en el cual me he desempeñado mucho por mi rol de docente e investigador, comenzamos a ver cómo había jóvenes que no podían pagar sus matrículas. Eran chicos de clase media, cuyos padres perdían sus empleos, les ejecutaban la hipoteca, perdían la casa y seguían debiendo dinero. El impacto era tremendamente duro. Lo mismo sucedía en la sanidad pública. Y la pregunta de muchos de nosotros era: ¿y dónde están los compañeros socialdemócratas? Lo cierto es que la socialdemocracia fue incapaz, en ese momento, de entender la crisis social profunda que vivía la sociedad. La emergencia de Pedro Sánchez dentro del Partido Socialista es también resultado de este proceso. En España hemos tenido una buena salida de esa crisis porque la socialdemocracia ha tomado finalmente cartas en el asunto. Pero el crecimiento de la extrema derecha y de izquierdas con posiciones netamente nacionalistas es también expresión de este fenómeno.
¿Esto implica que si la socialdemocracia hubiese tomado cartas en el asunto a tiempo podría haberse evitado el surgimiento de fuerzas políticas competidoras en términos de protección de los derechos?
Evidentemente, no podemos saber lo que hubiera pasado, pero si sabemos lo que pasó. El programa de Podemos, y lo ha dicho con mucha ironía Pablo Iglesias durante un buen tiempo, era –en política social y económica– perfectamente socialdemócrata. Las diferencias profundas en el caso español tienen que ver con el modelo territorial, con Cataluña, con la Monarquía y también con la forma de encarar temáticas como la de género. Pero en lo que se refiere a la oferta social económica, no había razón para el surgimiento de Podemos si ese programa hubiera sido incorporado decididamente y a tiempo por el Partido Socialista.
José Antonio Sanahuja es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid y director de la Fundación Carolina.
Las opiniones vertidas en esta entrevista son a título personal y no comprometen a las instituciones con las que el entrevistado tiene vinculación.
Parte de esta entrevista se desarrolló en el marco del Primer Congreso de Seguridad Incluyente y Sostenible realizado por la Fundación Friedrich Ebert en Colombia (Fescol), en la ciudad de Bogotá.