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Guerra
El conflicto y el mundo


Nueva Sociedad 302 / Noviembre - Diciembre 2022

La invasión rusa a Ucrania ha vuelto a poner la guerra en las primeras planas, no porque no hubiera habido guerras en todo este tiempo, sino por las dimensiones globales que alcanza. Podríamos decir que lo contrario de la guerra es la paz, pero también el mundo, el conflicto. El mundo necesita menos guerra y más «conflicto», más política democrática y republicana. 

Guerra  El conflicto y el mundo

«Guerra» es una palabra peligrosa y potencialmente invasiva. Si todos estamos de acuerdo en que el asesinato de Abel a manos de Caín no fue una guerra, pese al uso de la violencia, el belicismo inconsciente parasita con sus metáforas cualquier forma de antagonismo organizado: se habla así de «guerra contra las drogas» o «guerra contra la pobreza» o, más recientemente, de «guerra contra el coronavirus». Se puede hacer la guerra a todo, incluso a la propia guerra, incluso al odio, abuso semántico que nos hace olvidar que la «guerra» (el bellum latino) es un fenómeno histórico muy reciente, asociado a la formación de imperios o Estados centralizados, a la movilización armada de parte de la población y al uso de armas cada vez más sofisticadas, garantía de la victoria y fuente de nuevas guerras. También –y esto es importante– a la inversión de los valores y mandamientos morales vigentes y prescritos en tiempos de paz: se pasa, nos recuerda la antropóloga estadounidense Barbara Ehrenreich, de la prohibición de matar al imperativo de hacerlo, so pena de ser juzgado, y fusilado, como cobarde o como traidor1. «Guerra» es aquella situación (transvaloración de todos los valores) en la que el asesinato no solo se perdona sino que se induce, se ordena, se recompensa. Por eso, una guerra no es una pelea generalizada ni un tiroteo multitudinario; es, si se quiere, otro marco legal y otro hábitat antropológico.

Durante los últimos siglos, Europa y el mundo han conocido muchas guerras, todas finalizadas por agotamiento (de los cuerpos y los recursos). Así ocurrió con la Paz de Westfalia en 1648, matriz de una nueva estabilidad europea de orden «nacional»; y así ocurrió, 300 años después, con la Segunda Guerra Mundial, cuyo final, inseparable de la matanza de 55 millones de personas, fue acompañado del establecimiento de una institución internacional, la Organización de las Naciones Unidas (onu), como garantía de no repetición. Los famosos juicios de Núremberg, iniciados en noviembre de 1945, fundaron una nueva doctrina jurídica, inseparable de la Declaración Universal de Derechos Humanos, según la cual ya no se trataba de regular la guerra sino de prohibirla, por considerarla el «mayor crimen de todos y, aún más, la madre de todos los crímenes». Así lo expresaba el fiscal Robert Jackson en el discurso de apertura del proceso contra el nazismo: «actos en sí mismo criminales no pueden ser legitimados demostrando que aquellos que los cometieron estaban combatiendo una guerra, cuando la guerra misma es ilegal». Núremberg, que no juzgó los crímenes de guerra de los Aliados, intentó, en todo caso, poner fin a ese «marco legal alternativo» que invertía todos los valores y mandamientos morales de la paz. El resultado lo conocemos. Como bien explica el jurista Danilo Zolo, la prohibición de la guerra no evitó la violencia interestatal organizada. En el marco de la Guerra Fría, las guerras subrogadas entre Estados Unidos y la Unión Soviética se disfrazaron siempre de intervenciones pacificadoras; en las últimas décadas, bajo la hegemonía indiscutible estadounidense, de operaciones policiales globales de orden humanitario2. En 1945, la lógica de la guerra fue sustituida por la de la seguridad global, que solo pueden garantizar los más fuertes y mejor armados. En realidad, al denominar Vladímir Putin «operación militar especial» a su infame invasión y ocupación de Ucrania, está prolongando esta misma lógica (que sus desnudos discursos imperialistas desmienten), y ello, con la pretensión de disputar ese papel policial a eeuu y de reivindicar su derecho de gran potencia a ejercerlo en su favor. La vieja guerra de conquista, anterior a 1945, reaparece en Europa, en todo caso, con una anexión territorial escandalosa tanto para el derecho como para la lógica policial, acompañada de la amenaza del uso de armamento nuclear y fuera de ese marco geopolítico consensuado (el «equilibrio del terror») que limitaba de algún modo, durante la Guerra Fría, el alcance de la agresión o el de las respuestas a esta.

Ahora bien, si la guerra, prohibida por la onu, se ha mantenido y hoy recrudece con otros nombres (mientras el nombre «guerra» se apodera del lenguaje cotidiano), ¿qué es lo contrario de la guerra? ¿La paz? La gran obra de Lev Tolstói, traducida a todas las lenguas como Guerra y paz, es interesante al respecto. En ruso, mir significa «paz» pero también «mundo», y además «comunidad campesina». Siguiendo estos sentidos, podríamos decir que lo contrario de la guerra es, pues, el mundo. ¿Y qué es el mundo? Conflicto. El amor es conflicto, la cultura es conflicto, el saber es conflicto, la palabra es conflicto, la ética es conflicto, la política es conflicto; y la guerra, tanto en la novela de Tolstói como en la vida llamada real, viene a interrumpir todas estas cosas; viene a interrumpir «el mundo». Así que lo contrario de la guerra no es la paz, sino el conflicto. Parafraseando la jocosa frase del genial escritor inglés G.K. Chesterton («lo malo de una pelea es que pone fin a una discusión»), podríamos decir que lo malo de una guerra es que impide el desarrollo y gestión de un conflicto. Durante siglos, se han buscado diferentes maneras de gestionar los inevitables conflictos del mundo (del Talión a la mediación religiosa); la mejor, porque es realista y garantista a un tiempo, es la que denominamos democracia y Estado de derecho, procedimientos formales muy precarios, basados en el antagonismo y orientados a proteger el «mundo» más que a asegurar la paz.

En nuestra tradición política occidental, los defensores políticos del «mundo» o los periodos en que el «mundo» se ha visto democráticamente protegido han sido la excepción. Tanto la derecha como la izquierda han hecho pivotar siempre su visión de la política en torno del concepto de «guerra»: de la guerra concebida como poder constituyente y/o como desenlace inevitable del conflicto. A todos nos gusta citar a Carl von Clausewitz: «la guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de las relaciones políticas, una gestión de estas por otros medios». O en su expresión más sucinta y popular: la guerra es la prolongación de la política por otros medios, principio que implica borrar las fronteras entre la guerra y la paz o, según nuestra formulación, entre la guerra y el mundo. Ahora la guerra se aceptaría resignadamente como una continuación instrumental del mundo, de manera que el paso de uno a otra obedecería a un cálculo coyuntural en el marco de una ley inexorable. Es verdad que el mundo no se interrumpe nunca, que sobrevive entre las ruinas –garantía humana de reconstrucción– así como en pequeños alvéolos paralelos o excusados donde se negocia la paz (arriba) y la supervivencia (abajo), pero la resiliencia del mundo solo ilumina precisamente la ruptura brutal desencadenada por la guerra. Donde todo es guerra nada es conflicto. O queda muy poco de él.

El complemento de la frase de Clausewitz es justamente esa inversión, muy frecuente en cierta tradición marxista y nietzscheana, que pretende, al contrario, que la política es solo la prolongación de la guerra por otros medios. Nadie ha expresado esta idea mejor que Michel Foucault en uno de sus libros: «todo poder procede de la guerra y está siempre haciendo o preparando la guerra». Nunca me ha gustado demasiado esta frase. Sin olvidar, desde luego, el carácter jurídicamente «fundacional» de la violencia, tal y como señaló Walter Benjamin, conviene políticamente pensar el poder asociado al mundo y no a la guerra, como conviene asociar la gastronomía al placer y no al hambre. La misión del poder –de un poder democrático– debe ser evitar la guerra o reconducirla sin parar, antes de que se produzca, hacia el conflicto. El paralelismo culinario me parece acertado: ningún cocinero se propone, como objetivo prioritario, saciar el hambre; se trata, al contrario, de sentar a varias personas en torno de una mesa compartida donde la confección refinada de los alimentos y el placer de ingerirlos ayudan a mantener el calor de la discusión por debajo del umbral de la reyerta. La política democrática es una cocina, no un taller de explosivos. 

Curiosamente, en la tradición de izquierda, este realismo (el de la violencia y la guerra como parteras de la historia) es indisociable de la utopía de un estadio superior de transparencia mundana en el que se aboliría la guerra para siempre. Antes del «comunismo», digamos, todo es guerra; bajo el «comunismo» ya no habrá ni siquiera conflictos. El problema de la concepción según la cual del estado de guerra solo se podría salir de manera mística o utópica, muy transversal a distintas doctrinas políticas y religiosas, es que confunde el conflicto con la guerra y, queriendo ganar o suprimir las guerras, acaba suprimiendo el mundo mismo, que solo puede pensarse y amarse y transformarse de manera conflictiva. El mundo se puede suprimir con bombas y tanques, o con ángeles y arpas. Contra esta utopía de la transparencia y sus peligros aparejados se pronunció ya en los años 60 del siglo pasado el filósofo comunista heterodoxo Cornelius Castoriadis:

Si por comunismo («fase superior») se entiende una sociedad en la que estuviese ausente toda resistencia, todo grosor, toda opacidad; una sociedad que fuese para sí misma pura transparencia; en la que los deseos de todos concordaran espontáneamente, o bien, para concordar, no tuviesen necesidad sino de un diálogo alado que jamás empañara la esencia misma del simbolismo; una sociedad que descubriese, formulase y realizase su voluntad colectiva sin pasar por instituciones, o cuyas instituciones jamás constituyeran un problema –si de esto se trata, hay que decir claramente que es un sueño incoherente, un estado irreal e irrealizable, cuya representación debe eliminarse–.3

Entre el realismo violento y la utopía dictatorial, extremos compartidos a derecha e izquierda por quienes quieren ganar las guerras para construir un «hombre nuevo», está el conflicto político y sus reglas republicanas. 

Hemos hablado del marco legal, pero no del hábitat antropológico. Una guerra es una situación, decíamos, en la que, al voltearse los valores, el mundo solo se conserva ya entre las ruinas y bajo las cenizas: se montan hospitales entre las ruinas, escuelas entre las ruinas, abrazos y relatos entre las ruinas. Donde hay guerra no hay mundo. Y ello porque la guerra es rápida, digestiva, ígnea, líquida, derrompiente. Es hambre desnuda, sin especias ni vajilla. Destruye, como el capitalismo, la diferencia entre las cosas de comer, las cosas de usar y las cosas de mirar: todas sucumben por igual a su digestión destituyente. De ahí que sea posible vivir en un estado de guerra –en un estado de no-mundo– sin que medie ningún enfrentamiento armado. Desde un punto de vista legal, las guerras, prohibidas en 1945, disfrazadas a partir de entonces de operaciones policiales globales, requieren movilización centralizada de tropas, acumulación e innovación armamentística e inversión jerárquica de los mandamientos morales; y es necesario distinguirlas de una reyerta, un ataque terrorista o un ajuste de cuentas entre mafias. Ahora bien, desde un punto de vista estructural, puede decirse por eso mismo, sin ninguna licencia poética o abuso metafórico, que la confluencia entre capitalismo neoliberal, consumismo y tecnologización del ocio (o, valga decir, de la percepción subjetiva del tiempo existencial) es una guerra: que está en guerra, al mismo tiempo, contra la naturaleza, las cosas y los humanos. «Hombre sin mundo», llamaba precisamente el filósofo alemán Gunther Anders a esta disolución fatal de las relaciones antropológicas como consecuencia de la beligerancia de la forma mercancía. Los efectos de la privatización de los tejidos productivos y recreativos a los que están enganchadas nuestras vidas son, en efecto, los propios de una guerra, lo que incluye también, además de la resiliencia entre las ruinas, el consumo de psicofármacos, la violencia en las propias trincheras y la generalización del estrés postraumático. Así como la radicalización creciente de sus víctimas.

De esta manera, podríamos decir que bajo el capitalismo, y más en su versión neoliberal tecnologizada, lo que nos falta cada vez más es mundo; es decir, conflicto. Es decir, política republicana y democrática. Es decir, política a secas. El avance «populista» de la antipolítica en todo el planeta, como expresión de lo que Steven Forti llamaría «extrema derecha 2.0»4, revela sobre todo este «estado de guerra» estructural que ha renunciado a regular el conflicto, que renuncia al conflicto mismo y, por lo tanto, al «mundo» compartido y que, por esa razón, porque ya está ahí desmigajando ruinas, ni siquiera necesita la guerra legal para destruir el sujeto común. 

No es de descartar, desde luego, que, como ahora en Ucrania tras la invasión criminal de Putin, veamos las guerras multiplicarse y agravarse. El gesto de Putin es muy peligroso, en efecto, porque revela el fracaso de los procedimientos reglados para la gestión de conflictos, tanto los globales como los internacionales, pero lo es, sobre todo, porque intenta establecer de nuevo la geopolítica desnuda (la práctica y la preparación de la guerra) como único horizonte de «entendimiento» entre las potencias. A veces, desde la izquierda, se intenta relativizar la gravedad de la agresión rusa oponiendo un frondoso inventario de intervenciones imperialistas estadounidenses, como si se tratase de una banal revancha futbolística o como si no pudiésemos reconocer y combatir el mal bajo distintas formas y expresiones. La cuestión es que este retorno de la geopolítica se produce en un mundo muy erosionado por la «guerra estructural», en la estela de una sucesión de crisis en racimo y en ausencia de equilibrios consensuados (o impuestos por un hegemón) que neutralicen, por ejemplo, el uso, ya amagado por Putin, del armamento nuclear como medio de conquista territorial, hecho sin precedentes en la era atómica. Se produce además en el marco de una desdemocratización global en la que vuelven a Occidente los nacionalismos identitarios y el desprecio de la política, verdadero caballo de Troya de Putin en Europa, y ello tanto en la extrema derecha como en ciertos sectores de la izquierda. Putin es un síntoma y un hachazo, una revelación y un final de época. Su aventura imperialista lleva el mundo a lo que los griegos llamaban una «aporía» o callejón sin salida: una situación en la que ya no es posible conjurar el peligro ni restablecer la situación anterior; y en la que (al contrario de lo que ocurría con el «equilibrio del terror») la destrucción, a mayor o menor escala, está ya asegurada, incluso si el desequilibrio se produce finalmente a favor de Ucrania, es decir, de la legalidad, el antiimperialismo y la justicia. 

Por eso es fundamental insistir en la necesidad de restablecer un horizonte de «conflicto global»; es decir, de recordar que ni la política es la prolongación de la guerra por otros medios ni la guerra es la prolongación de la política de otra manera; la guerra es el efecto y la causa de la destrucción del conflicto político o, lo que es lo mismo, de la virtud democrática, esa cosa rara, frágil y excepcional que estamos entregando de nuevo a los millonarios y a los neofascistas.

  • 1.

    B. Ehrenreich: Ritos de sangre, Espasa Libros, Madrid, 2000.

  • 2.

    D. Zolo: La justicia de los vencedores, Trotta, Madrid, 2007.

  • 3.

    C. Castoriadis: La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, Buenos Aires, 2007, p. 30.

  • 4.

    S. Forti: Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla, Siglo XXI, Madrid, 2021.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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