Tema central

Chile, la política y la calle
Dinámicas de una politización antipartidista


Nueva Sociedad 305 / Mayo - Junio 2023

En las últimas décadas, Chile vivió un aumento sostenido de la protesta social, junto con un progresivo declive de la participación electoral. Esta disociación generó una crisis sin precedentes para una clase política sin bases sociales y con poco apoyo popular. El estallido social de 2019 fue la culminación de este largo proceso de crecimiento de la protesta colectiva por fuera de la política institucional. Por el momento, los intentos de reconstruir el vínculo entre la calle y las instituciones no están funcionando.

Chile, la política y la calle  Dinámicas de una politización antipartidista

Durante las últimas décadas, la sociedad chilena ha experimentado un proceso político contradictorio y novedoso. Por un lado, un aumento sostenido de la participación política no electoral, principalmente a través de protestas1, lo que fue acumulando presión desde las calles hacia la clase política. Por otro lado, una creciente desafección hacia la política institucional, expresada en una cada vez menor simpatía por los partidos y un declive progresivo de la participación electoral2

Estas tendencias divergentes sentaron las bases del estallido social de 2019. Muchos se preguntaron cómo era posible que, a menos de dos años de haber obtenido más de 54% de apoyo electoral3 y sin un contexto económico adverso, el gobierno de Sebastián Piñera hubiera sido objeto de semejante nivel de rechazo desde las calles. Quizás gran parte de la clase política aún operaba con el supuesto, erróneo, de que cerca de 50% de la población que sistemáticamente no votaba era un sector apolítico, y que la abstención de las urnas anticipaba una baja propensión a participar en acciones políticas en general. Esto no era así. En Chile, desde hace años la población politizada y activa en protestas rebasaba con creces a la población votante. De acuerdo con encuestas realizadas durante las primeras semanas del estallido, 57% de los jóvenes de 18 a 34 años declaraba haber participado en acciones no electorales en el contexto de la revuelta4, bastante más que el 33% de la población de esa edad que votó en la segunda vuelta presidencial de 20175. La protesta venía desbordando la participación electoral desde hace años, lo que finalmente detonó una crisis sin precedentes para una clase política sin bases sociales y con poco apoyo popular.

Esta disociación entre la protesta y el voto no es algo común en democracias contemporáneas; de hecho, constituye un caso desviado en términos comparados. El grueso de los estudios ha encontrado que la correlación entre el voto y las diferentes formas de participación no electoral es positiva6. Es decir, la evidencia internacional sugiere que un aumento en la protesta debería incrementar el interés de los activistas por la política y encauzar a quienes protestan hacia la participación electoral7. La relación es intuitiva: participar en protestas aumenta el interés de los activistas por la política y los motiva a participar también en las elecciones. Sin embargo, diversos estudios han venido mostrando que, en Chile, las dinámicas de la protesta y el voto se venían separando hasta niveles atípicos durante las últimas décadas. La implementación del sufragio voluntario en 2012 llevó a que se profundizara aún más la contradicción entre ambas dimensiones de la participación política, es decir, a que un porcentaje cada vez más grande de chilenos rompiera la barrera más demandante de participación, la no electoral, pero no acompañara esa acción con el voto.

En términos muy concretos, se ha demostrado que, durante la década previa al estallido, la relación entre voto y protesta en el nivel individual en Chile fue negativa o no significativa8; esto quiere decir que alguien que protestaba podía tener incluso menos probabilidades de llegar a las urnas que alguien que no protestaba. De acuerdo con los datos del International Social Survey Project (issp), ya en 2014 Chile era el segundo país con mayor porcentaje de activistas-abstencionistas dentro de las democracias occidentales9. Así, durante toda la década de 2010, la política y la calle se mantuvieron más lejos que nunca.

El ciclo largo de protestas en Chile comenzó en la década de 200010 y alcanzó su punto máximo con la revuelta social de 2019. Por ello, el estallido fue solo la culminación de un largo proceso de crecimiento de la protesta colectiva por fuera de la política, en el que una masa importante de ciudadanos no votantes, pero politizados, encontró en las calles un espacio desde donde expresar su malestar y poner a toda la clase política en crisis. La protesta creció gracias a la consolidación de importantes movimientos sociales, entre los que destacan el movimiento estudiantil secundario11, el movimiento estudiantil universitario12, la Coordinadora No+afp contra el sistema de pensiones privado13, el movimiento de trabajadores contratistas14 y el movimiento feminista15, por mencionar los más masivos. Todos tienen en común un fuerte distanciamiento de los partidos tradicionales y una marcada desconfianza frente a la política institucional. 

¿Por qué un país que se politizó durante las últimas décadas en términos no electorales y catapultó la protesta colectiva a niveles sin precedentes no logró integrar esa efervescencia de las calles en la política electoral? Este artículo ofrece una reflexión ensayística, sustentada en un cuerpo empírico de investigaciones acumuladas, en torno de las condiciones que propiciaron la disociación entre voto y protesta en Chile, y que explican la singularidad y excepcionalidad del caso chileno frente a las demás democracias occidentales. Asimismo, pretende reflexionar acerca de las posibilidades de reencauzar la protesta colectiva hacia la política, a partir del reciente gobierno de Gabriel Boric y del proceso constituyente en curso, así como alertar sobre los riesgos que supondría un retorno de la clase política al elitismo que originó esa disociación.

El puente quebrado en Chile: las organizaciones sociales

La participación política puede definirse como toda acción individual o colectiva orientada a influir en las decisiones de un gobierno o de autoridades políticas. Pese a importantes esfuerzos académicos, aún no hay una teoría unificada para explicar por qué la gente participa en política en general, sino dos escuelas separadas: una electoral y otra no electoral. En otras palabras, lo que sirve para explicar por qué la gente protesta no siempre sirve para explicar por qué la gente vota, y viceversa. Pese a estas diferencias, la bibliografía especializada ha demostrado consistentemente que la participación política electoral y la no electoral tienden a reforzarse mutuamente. Por ende, aunque la relación entre ambas dimensiones es compleja, su objetivo ideológico es similar: influir en la política, por lo que resulta lógico que ambas se encuentren estrechamente relacionadas. En concreto, más allá de sus determinantes específicos, quien marcha, escribe peticiones o manifiesta su opinión política en internet suele acompañar esas acciones con el voto, y esto es una tendencia observada en todos los países. Ahora bien, ¿por qué, si en la mayoría de los países quienes protestan llegan a las urnas, en Chile, en cambio, estos activistas se quedaron en las calles? 


Para responder a la pregunta por la expansión de los activistas-abstencionistas en Chile, resulta fundamental primero identificar los ámbitos sociales que propician el mutuo fortalecimiento de ambas dimensiones de la participación política. En consecuencia, para comprender la disociación entre la participación electoral y la protesta, es imperativo, en primer lugar, comprender el enlace que las une. Un estudio reciente ha arrojado luz sobre este tema, demostrando que la participación electoral de los activistas experimenta una significativa variabilidad en función de su grado de exposición a contextos que fomenten el desarrollo de preferencias electorales, siendo las organizaciones de la sociedad civil el espacio más decisivo para esto16

Las organizaciones sociales cumplen un papel fundamental en la conformación de una ciudadanía participativa en una democracia. Desde su origen, los pensadores políticos han destacado la importancia de estas organizaciones como espacios de aprendizaje democrático y de construcción de valores cívicos. En este sentido, las organizaciones sociales pueden ser consideradas como auténticas escuelas de democracia, en las que los ciudadanos pueden desarrollar habilidades, redes y motivaciones para la participación tanto en protestas como en elecciones. En particular, este estudio demostró que el arraigo de los activistas en organizaciones sociales aumenta significativamente la probabilidad de que participen en las elecciones17. Por tanto, se puede concluir que en países donde la protesta depende en gran medida de las organizaciones sociales, existe una asociación más fuerte entre la participación electoral y la no electoral, lo que refuerza la coexistencia de ambas formas de manifestación política.

En este punto podemos anticipar que el quiebre entre la protesta y el voto en Chile tuvo su origen en las organizaciones sociales, en particular, en las organizaciones de movimientos sociales. Durante los primeros años de la transición democrática, asociaciones como las federaciones estudiantiles, los sindicatos y las organizaciones territoriales locales tenían un fuerte vínculo con la política partidista e institucional, pero en las últimas décadas se produjo un cambio en su estructura y dinámica que generó fuertes quiebres. Cabe recordar que durante los primeros años de la transición la Concertación de Partidos por la Democracia (coalición de centroizquierda que gobernó Chile entre 1990 y 2010) mantuvo una presencia casi absoluta en las federaciones estudiantiles universitarias. Sin embargo, hacia finales de la década de 1990, ya había un distanciamiento notorio de estas federaciones respecto de los partidos de centroizquierda18. Este mismo distanciamiento se experimentó en el mundo sindical, donde el sector privado comenzó a alejarse cada vez más de los partidos políticos y de la Central Unitaria de Trabajadores (cut). Incluso hubo un alejamiento por parte de ciertas organizaciones mapuche, que todavía en los primeros años de la transición mantenían ciertos lazos con los partidos políticos de centroizquierda19. Este cambio provocó que estos movimientos sociales siguieran cumpliendo su función catalizadora de la participación no electoral, la protesta, pero perdieran su capacidad de estimular la participación electoral, lo que resultó en una progresiva disociación entre ambas formas de manifestación política.

¿Pueden las organizaciones de movimientos sociales proporcionar a la ciudadanía los recursos y motivaciones necesarias para participar en protestas pero, al mismo tiempo, no crear un contexto que estimule la predisposición social al voto? Sí, esta disociación puede ocurrir, pero siempre que exista un distanciamiento efectivo entre las organizaciones de movimientos sociales y la política institucional. Este distanciamiento implica que los movimientos sociales se mantienen ideológicamente alejados de la política partidista y son autónomos en términos de recursos, lo que les permite sostener su ideología sin estimular el voto entre sus miembros y no depender de los recursos políticos para subsistir. 

En recientes investigaciones basadas en métodos cualitativos, se ha profundizado en el análisis de cómo las organizaciones estudiantiles y gran parte de las organizaciones del sector privado han logrado desarrollar estrategias para movilizarse sin depender de los recursos proporcionados por la política institucional, tal y como era común a comienzos de la transición20. Esta autonomía material es fundamental, ya que cuando existe una dependencia de las organizaciones de movimientos sociales respecto de la política institucional, los miembros de estas organizaciones perciben a los partidos políticos como aliados relevantes, lo que genera un acercamiento a la política electoral. El caso más emblemático de lo anterior son las asociaciones sindicales del sector público. Sin embargo, estas organizaciones aún dependientes de la política han comenzado a constituir una minoría dentro del espectro de movimientos sociales. La mayoría de la sociedad civil organizada ha experimentado una autonomización material de los partidos políticos, lo que ha permitido que se manifieste libremente su fuerte identidad antipartidos. 

Estas nuevas identidades generan un contexto discursivo que inhibe la participación electoral e incluso premia el abstencionismo de sus miembros. En el caso chileno, múltiples investigaciones han revelado que esta nueva identidad basada en una autonomía de las organizaciones de los movimientos respecto de la política no solo les permitió sobrevivir, sino que también impulsó sus movilizaciones, tal como se ha estudiado en casos como el movimiento mapuche21, el movimiento estudiantil22, el movimiento sindical del sector privado23 y el movimiento medioambiental24, entre otros. En síntesis, las organizaciones de movimientos sociales, que históricamente habían actuado como un canal de comunicación y colaboración entre la calle y la política, han vivido un distanciamiento progresivo de la política institucional, lo que ha generado una importante brecha entre la política y la sociedad. Esto ha llevado a una desinstitucionalización progresiva de la participación política y a una anomalía en la relación entre voto y protesta en Chile. 

Quedan por abordar los factores que han propiciado este nivel de distancia y rechazo por parte de la sociedad civil organizada hacia los partidos políticos y las instituciones representativas en el contexto chileno.Una política elitista

La modernización de la sociedad suele traer una demanda de mayor autonomía individual por parte de los ciudadanos, al mismo tiempo que se cuestionan las instituciones tradicionales, como la Iglesia, los partidos políticos y la familia. Este proceso, según algunos sociólogos, se atribuye al tránsito de una sociedad tradicional a una posmaterial25. Sería común, entonces, que las sociedades en vías de modernización otorguen menor confianza a los partidos políticos y se identifiquen más con las nuevas demandas de la sociedad civil, alejadas de la política partidista.

Sin embargo, en Chile, este fenómeno ha adquirido una profundidad atípica. A pesar de la autonomía que puede tener la sociedad civil en relación con los partidos y otras instituciones tradicionales en países desarrollados, los activistas suelen acudir a las urnas en el día de las elecciones y las organizaciones de movimientos sociales suelen reforzar la preocupación por la política electoral. En otras palabras, la brecha existente entre la política y la calle en Chile no puede explicarse únicamente por una expansión de demandas posmateriales propias de los procesos de modernización. Otros factores deben ser considerados para comprender el grado de distancia y rechazo que la sociedad civil ha mostrado hacia los partidos políticos y las instituciones representativas.

En concreto, resulta evidente que los políticos tuvieron un papel decisivo en esta despolitización. Este proceso comenzó en los primeros años de la transición, cuando los partidos empiezan a romper deliberadamente el vínculo que se había articulado con la sociedad civil a mediados de la década de 1980, abandonando a antiguos aliados y adoptando una postura más centrista y conservadora. Este vínculo se rompe no solo al dar la espalda a promesas fundamentales de reformas, tales como un nuevo código laboral, sino también al adoptar sin reparos sustantivos la institucionalidad heredada de la dictadura civil-militar. Con excepción de algunos liderazgos particulares, los partidos optaron por cortar los lazos con sus activistas de base, en parte por temor a polarizar la frágil transición democrática, en parte por una adaptación a la despolitización ya iniciada por la dictadura26. Así, la efervescencia social manifestada en el plebiscito de 1988 y en los primeros años de la transición a la democracia contrastó con la paulatina desmovilización y despolitización que fue inducida desde los partidos políticos durante la década de 199027

La elite política fue construyendo un sistema cada vez más hermético, enfocado en garantizar la estabilidad de los mandatos presidenciales en lugar de dar voz política a un público que había sido silenciado durante mucho tiempo. La adopción de una política de consensos se basó en una serie de instituciones informales (tales como los nombramientos públicos con criterios partidistas en la administración del Estado) que fueron deslegitimando aún más la nueva institucionalidad28. A esta situación se le sumaban elementos tales como el sistema binominal para elegir a los parlamentarios (que favorecía a los dos bloques mayoritarios y debilitaba la representación del resto de los partidos)29 y los problemas de legitimidad basal de las instituciones democráticas heredadas de la dictadura, incluida la propia Constitución de 1980.A principios de la década de 2000, varios cientistas sociales ya advertían un inquietante distanciamiento entre la sociedad civil y los partidos políticos. Los estudios de opinión reflejaban una creciente disminución de la adhesión de la ciudadanía chilena hacia los partidos y las instituciones representativas. 

A principios de la década de 2010, se publicó una serie de trabajos académicos que evidenciaban lo que era ya una crítica desconexión del sistema de partidos chileno con la sociedad30.

En paralelo, el mercado laboral experimentaba procesos de flexibilización y externalización, que generaban una nueva masa de trabajadores precarizados; las universidades privadas se expandían y acogían a más de un millón de estudiantes endeudados; cientos de miles de personas se jubilaban con pensiones indignas; y las inversiones mineras amenazaban el ecosistema de numerosas comunidades. En este contexto, la posibilidad de hacer avanzar las históricas demandas de la sociedad civil tejiendo redes con la política parecía un ejercicio fútil. En consecuencia, la demanda por organizaciones que canalizaran las urgentes demandas de la sociedad aumentó, pero las organizaciones que surgieron se fueron erigiendo al margen de los partidos políticos. 

Así, en las tres décadas previas al estallido, las principales organizaciones de la sociedad en Chile fueron viviendo un progresivo distanciamiento de los partidos, a muchos de los cuales habían estado históricamente vinculadas. Por ejemplo, el movimiento estudiantil se liberó de sus lazos con la Concertación en las principales federaciones y optó por organizarse principalmente a través de colectivos y organizaciones horizontales ajenas a los partidos. Los sindicatos, ante la falta de una reforma laboral estructural, recurrieron a huelgas por fuera del marco legal y a organizaciones autónomas de la cut, que aún mantenía su afiliación a los partidos de la Concertación. Asimismo, el movimiento territorial se organizó en asambleas que excluyeron discursos partidistas, entre otras múltiples reconfiguraciones que tuvieron lugar en la sociedad civil organizada.

Esta inercia de articulaciones sociales antipolíticas se mantuvo y consolidó durante la década de 2010, con independencia de la llegada de liderazgos estudiantiles al Congreso. En la actualidad, en Chile se observa una generación emergente de ciudadanos politizados con un discurso antipartidos, lo que ya forma parte de una cultura de participación política respaldada por una estructura de valores arraigada en torno de ello. Es evidente que esta realidad no cambiará de manera repentina, sino que requerirá de un proceso de transformación más profundo y sostenido en el tiempo.

Recomponer el vínculo entre política y sociedad con partidos sin profundidad

La elección de Gabriel Boric como presidente en el año 2021 marcó un hito en la historia política de Chile, ya que él se convirtió en el primer mandatario electo por fuera de las dos coaliciones que habían gobernado el país desde la transición. Esta elección avivó la esperanza de superar la política elitista y restablecer el vínculo entre las instituciones y la sociedad, y el proceso constituyente aparecía como el escenario idóneo para lograr este objetivo. El colapso del sistema de partidos tradicional, que se batía en una crisis sin precedentes, fue el antecedente para que la clase política permitiera la anomalía de incluir una lista de independientes no asociados a partidos para la Convención Constitucional. Por primera vez, los políticos cedieron un espacio significativo a fuerzas políticas no pertenecientes a la elite para participar de manera relevante en un proceso político. Cerca de un tercio de la convención la ocuparon independientes, y se destacó la denominada Lista del Pueblo, una coalición liderada por dirigentes de movimientos sociales que se identificaban con un claro discurso antipartidos políticos. Este enfoque ideológico atravesó el texto constitucional, lo que se evidenció en el entusiasmo con que un grupo de convencionales coreó el grito «El pueblo unido avanza sin partidos» en la última sesión del pleno celebrada en el ex-Congreso Nacional.

No obstante, casi un año después, todo parece haber vuelto a la casilla de salida. La ambiciosa propuesta constitucional fue rechazada con un contundente 62% de votos en contra. La realidad era que, así como la clase política se había distanciado de los movimientos sociales, los líderes de esos movimientos parecían a su vez desconectados de sectores importantes de la ciudadanía. Aquellos ciudadanos desinteresados en la política, que ni votaban ni protestaban, se habían convertido en un sector silencioso pero que se manifestó de manera masiva en el rechazo a la propuesta constitucional, la primera elección con voto obligatorio tras una década de voto voluntario. 

El fracaso del primer proceso constituyente supuso un duro revés para el gobierno de Boric, que finalmente apoyó un segundo proceso que promueve una arriesgada fórmula elitista para redactar la nueva Constitución. Las respuestas para acercar la política a la ciudadanía no han dado frutos hasta el momento, y cuesta pensar que los partidos políticos sean capaces de salir de su aislamiento en el corto plazo. Aunque la reintroducción del voto obligatorio parece haberse consolidado como una realidad tras la masiva participación en el último proceso electoral, no se puede considerar como una solución mágica para cerrar la brecha existente entre la política y la ciudadanía. Más bien, la llegada de nuevos votantes podría propiciar la emergencia de candidatos outsiders antiestablishment en lugar de postulantes de partidos políticos programáticos robustecidos.

En una democracia liberal, son los partidos políticos los responsables de superar este tipo de disyuntivas. Pero la tarea de cambiar la cultura antipartidos que se ha forjado en la sociedad civil movilizada durante tres décadas en Chile no tendrá resultados rápidos. Es difícil imaginar cómo los políticos podrán acceder a los espacios asociativos, con fuertes culturas antipartidistas, y persuadirlos de la necesidad de retomar su rol como enlace entre la esfera política y el sentir popular. Pero este esfuerzo se vuelve imperioso, ya que, en el contexto actual y con el retorno del voto obligatorio, un nuevo ciclo de politización puede derivar no en una desinstitucionalización masiva de la participación política, sino en una institucionalización de un sentimiento antipolítico con un outsider como figura representativa. 

Hoy, el desafío para los partidos políticos es doble: en primer lugar, conectar en un horizonte temporal de mediano plazo con aquellos sectores que, si bien se encuentran politizados, también están distantes de la política institucional y se muestran históricamente renuentes al ejercicio del sufragio; y, en segundo lugar, establecer un vínculo con aquellos sectores despolitizados que, si bien no suelen manifestarse en la esfera pública, es probable que comiencen a participar del proceso electoral. En este complejo panorama, los partidos políticos deberán desplegar estrategias que aborden de manera efectiva estas dos realidades disímiles, pero igualmente trascendentales para el devenir de la democracia en Chile.

  • 1.

    V., por ejemplo, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): Desarrollo humano en Chile 2015. Los tiempos de la politización, PNUD, Santiago de Chile, 2015; Alfredo Joignant et al.: «Informe anual Observatorio de Conflictos 2020», COES, Santiago de Chile, 2020; Nicolás M. Somma y R. Medel: «Shifting Relationships between Social Movements and Institutional Politics» en Sofía Donoso y Marisa von Bülow (eds.): Social Movements in Chile: Organization, Trajectories, and Political Consequences, Palgrave Macmillan, Nueva York, 2017.

  • 2.

    Ricardo González T. y Valentina Salvatierra D.: «Eficacia política y opción por los independientes: razones y expectativas», Documento No 2, leas, 2021; Matías Bargsted, N.M. Somma y Benjamín Muñoz: «Participación electoral en Chile. Una aproximación de edad, período y cohorte» en Revista de Ciencia Política vol. 39 No 1, 2019.

  • 3.

    V. datos del Servicio Electoral de Chile (servel), servel.cl/centro-de-datos/estadisticas-de-datos-abiertos-4zg/elecciones-participacion-electoral/.

  • 4.

    Paulina Sepúlveda, Diego Istúriz y Carlos Pérez: «Informe Cadem: 57% de los jóvenes dice haber participado de marchas y caceroleos» en La Tercera, 3/11/2019.

  • 5.

    V. datos del servel, servel.cl/centro-de-datos/estadisticas-de-datos-abiertos-4zg/elecciones-participacion-electoral/.

  • 6.

    V., por ejemplo, Alan Schussman y Sarah A. Soule: «Process and Protest: Accounting for Individual Protest Participation» en Social Forces vol. 84 No 2, 2005; Samuel H. Barnes y Max Kaase: Political Action: Mass Participation in Five Western Democracies, Sage Publications, Beverly Hills, 1979; Clive Bean: «Participation and Political Protest: A Model with Australian Evidence» en Political Behavior vol. 13 No 3, 1991.

  • 7.

    Carol Galais: «Don’t Vote for Them: The Effects of the Spanish Indignant Movement on Attitudes about Voting» en Journal of Elections, Public Opinion and Parties vol. 24 No 3, 2014; Clare Saunders: «Anti-Politics in Action? Measurement Dilemmas in the Study of Unconventional Political Participation» en Political Research Quarterly vol. 67 No 3, 9/2014.

  • 8.

    Datos de la encuesta mundial de valores, reportados en R. Medel: «Participación política fragmentada. La compleja relación entre participación electoral y no electoral en países democráticos», tesis doctoral, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2019.

  • 9.

    R. Medel: «When Do Active Citizens Abstain from the Polls? Civic Associations, Non-Electoral Participation, and Voting in 21st-Century Democracies» en Acta Politica vol. 1 No 25, 2023.

  • 10.

    N.M. Somma y R. Medel: «Shifting Relationships between Social Movements and Institutional Politics», cit.

  • 11.

    N.M. Somma y S. Donoso: «Chile’s Student Movement: Strong, Detached, Influential –And Declining?» en Lorenzo Cini, Donatella della Porta y César Guzman-Concha (eds.): Student Movements in Late Neoliberalism: Dynamics of Contention and Their Consequences, Palgrave Macmillan, Reno, 2021.

  • 12.

    Octavio Avendaño: «Fracturas y representación política en el movimiento estudiantil» en Última Década vol. 41 No 1, 2014.

  • 13.

    Joaquín Bugueño y Antoine Maillet: «Entre marchas, plebiscitos e iniciativas de ley. Innovación en el repertorio de estrategias del Movimiento No Más afp en Chile (2014-2018)» en Izquierdas No 48, 2019.

  • 14.

    Antonio Aravena y Daniel Núñez: El renacer de la huelga obrera en Chile. El movimiento sindical en la primera década del siglo XXI, ICAL, Santiago de Chile, 2009.

  • 15.

    Catherine Reyes-Housholder y Beatriz Roque: «Chile 2018: desafíos al poder de género desde la calle hasta La Moneda» en Revista de Ciencia Política vol. 39 No 2, 2019.

  • 16.

    R. Medel: «When Do Active Citizens Abstain from the Polls?», cit.

  • 17.

    Ibíd.

  • 18.

    Luis Thielemann H.: «Para una periodificación del Movimiento Estudiantil de la transición (1987-2011)» en Revista Pretérito Imperfecto, 2012.

  • 19.

    Germán Bidegain: «From Cooperation to Confrontation: The Mapuche Movement and its Political Impact, 1990-2014» en S. Donoso y M. von Bülow (eds.): ob. cit.

  • 20.

    N.M. Somma y R. Medel: «Shifting Relationships between Social Movements and Institutional Politics», cit.

  • 21.

    G. Bidegain: «Autonomización de los movimientos sociales e intensificación de la protesta. Estudiantes y mapuches en Chile (1990-2013)», tesis de doctorado, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2015.

  • 22.

    N.M. Somma y S. Donoso: «Chile’s Student Movement: Strong, Detached, Influential –And Declining?», cit.

  • 23.

    Catherine Reyes-Housholder y Beatriz Roque: «Chile 2018: desafíos al poder de género desde la calle hasta La Moneda» en Revista de Ciencia Política vol. 39 No 2, 2019.

  • 24.

    Gonzalo Delamaza, Antoine Maillet y Christian Martínez Neira: «Socio-Territorial Conflicts in Chile: Configuration and Politicization (2005-2014)» en European Review of Latin American and Caribbean Studies/Revista Europea de Estudios Latinoamericanos y del Caribe vol. 104, 2017.

  • 25.

    Christian Welzel e Inglehart Ronald: «Liberalism, Postmaterialism, and the Growth of Freedom» en International Review of Sociology vol. 15 No 1, 2005.

  • 26.

    Patricio Silva: «Doing Politics in a Depoliticised Society: Social Change and Political Deactivation in Chile» en Bulletin of Latin American Research vol. 23 No 1, 2004.

  • 27.

    Ryan E. Carlin: «The Decline of Citizen Participation in Electoral Politics in Post-Authoritarian Chile» en Democratization vol. 13 No 4, 2006.

  • 28.

    Peter Siavelis, Kirsten Sehnbruch, Emmanuelle Barozet y Valentina Ulloa: «Nombramientos públicos como instituciones informales. Lecciones del cuoteo en Chile, 1990-2018» en Revista de Ciencia Política vol. 42 No 3, 2022.

  • 29.

    Este sistema fue modificado en 2015, durante la presidencia de Michelle Bachelet.

  • 30.

    Juan Pablo Luna y Fernando Rosenblatt: «¿Notas para una autopsia? Los partidos políticos en el Chile actual», CEP-Cieplan, 2012; J.P. Luna y David Altman: «Uprooted but Stable: Chilean Parties and the Concept of Party System Institutionalization» en Latin American Politics and Society vol. 53 No 2, 2011.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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