Entre la extrema derecha y el conservadurismo radicalizado
septiembre 2023
En su libro La nueva derecha. Análisis del conservadurismo radicalizado, la politóloga austriaca Natascha Strobl indaga en la forma en que algunos partidos conservadores clásicos han adoptado la retórica cultural y social de la extrema derecha. En esta entrevista, explica cómo se produjo esa radicalización del conservadurismo tradicional y analiza, con datos y casos específicos, las derivas que esa mutación puede producir en el futuro.
Desde la segunda posguerra, los partidos conservadores clásicos constituyeron, en Europa occidental, un pilar del consenso político construido junto con los socialdemócratas. A pesar de que ese acuerdo siempre estuvo atravesado por diversas tensiones y renegociaciones, el consenso se sostuvo, aunque modificado, a través del tiempo. Hoy la situación es diferente. Desde hace al menos una década, no son pocos los partidos conservadores que, habiendo sido pilares del consenso de posguerra, se han deslizado hacia discursos, retóricas y postulados ideológicos de la extrema derecha. La radicalización del conservadurismo rompe el pacto y establece una lógica de antagonismos diferente de la que los mismos sectores de la derecha habían planteado en el pasado reciente. Si bien entre el conservadurismo radicalizado y la extrema derecha existen posiciones divergentes, la comunión entre ambas tendencias políticas se ha vuelto, en determinados casos, indudable. ¿Cómo llegaron los partidos conservadores a usufructuar el discurso de las derechas extremas? ¿Qué papel jugaron las ideas de la Nouvelle Droite [Nueva Derecha] de Alain de Benoist en la radicalización de los conservadores? ¿Cómo han operado organizaciones juveniles de la nueva derecha como CasaPound en Italia en la normalización de los discursos radicales y en su introducción en el campo de los conservadores clásicos? Estos interrogantes son abordados de manera minuciosa por la politóloga austriaca Natascha Strobl en La nueva derecha. Un análisis del conservadurismo radicalizado, publicado recientemente en español por Katz Editores.
Natascha Strobl realizó sus estudios en la Universidad de Bergen (Noruega) y en la Universidad de Viena (Austria). Su libro, Radikalisierter Konservatismus. Eine Analyse (Suhrkamp, Berlín, 2021), publicado en español por Katz Editores con el título La nueva derecha. Un análisis del conservadurismo radicalizado, le ha valido un fuerte reconocimiento internacional.
En esta entrevista, Strobl analiza las formas de radicalización política de los conservadores tradicionales, indaga en las relaciones entre extrema derecha y conservadurismo, y desmenuza, con argumentos sociológicos y politológicos, el nuevo escenario de derechización política.
En La nueva derecha: un análisis del conservadurismo radicalizado, usted analiza los movimientos de la nueva derecha en Europa. Por un lado, examina el surgimiento de nuevos movimientos de extrema derecha, pero al mismo tiempo observa la transformación que, en diversos países, está produciéndose en el interior de los partidos conservadores clásicos. En ese sentido, usted acuña la definición de «conservadurismo radicalizado» para dar cuenta de la mutación que la extrema derecha produce en las estructuras tradicionales de los conservadores. ¿Cuáles son las causas que la provocan? ¿Por qué algunos de los partidos conservadores tradicionales, que fueron fundamentales, junto con los socialdemócratas, en la construcción del consenso político y económico de la posguerra, están adoptando posiciones que los alinean más estrechamente con los movimientos de extrema derecha?
Cuando comencé a desarrollar el libro, estaba observando el giro radical que se desarrollaba en diversos partidos conservadores, sobre todo en aquellos que podríamos denominar tradicionales o clásicos, que dominaron la esfera europea desde la segunda posguerra. Podía constatarse que algunos de estos partidos históricos, pero también otros formados más recientemente, comenzaban a adoptar planteos de la extrema derecha, rompiendo así algunas de sus posiciones y estableciendo procesos de transición hacia enfoques más radicales. Entre los casos de partidos conservadores más recientes que asumían postulados de la derecha radical estaba, por supuesto, Fidesz, nacido a finales de la década de 1980 en la Hungría comunista. Se trataba de un partido que, originalmente, sostenía posiciones liberal-conservadoras, pero que, bajo las diversas administraciones de Víktor Orban, había comenzado a declinarse por posiciones nacional-conservadoras y llevado a Hungría a una deriva iliberal. Algo similar sucedía con el Partido Ley y Justicia [PiS, por sus siglas en polaco], un partido nacido como una escisión de Solidarność, la organización de Lech Wałęsa. Inicialmente había sostenido su vocación de constituirse como un partido de la derecha demócrata-cristiana, pero rápidamente derivó en una derecha nacional-conservadora. Por supuesto, este caso era particular, en tanto su partido era relativamente nuevo. Pero el mismo fenómeno había comenzado a operar en otros partidos conservadores clásicos. En mi propio país, el Partido Popular Austriaco [ÖVP, por sus siglas en alemán], la organización característica y tradicional de la derecha conservadora y demócrata-cristiana, comenzó una mutación de este tipo en 2017, cuando Sebastian Kurz consiguió hacerse con el mando partidario y, pocos meses después, de la Cancillería del país. Bajo el mandato de Kurz, el ÖVP vivió un proceso de desdemocratización interna, al tiempo que asumió e importó aspectos sustanciales de la agenda de la extrema derecha representada por el Partido de la Libertad de Austria [FPÖ, por sus siglas en alemán]. Entre esos temas se encontraban, por supuesto, el rechazo de la inmigración y la guerra contra el islam y los extranjeros, entre otras muchas materias. Aunque con características diferentes, el Partido Republicano de Estados Unidos vivió también un proceso de acrecentamiento de sus bloques más radicales, que se expresó claramente en la elección de Donald Trump como su candidato –y luego como presidente– en 2016. En términos de partidos conservadores, hay también otros casos. El del Partido Popular Suizo es uno de ellos. A pesar de que no se trata de uno de los partidos que resultaron centrales en el acuerdo de posguerra –el partido se formó, tras una serie de fusiones, en 1971–, sí forma parte de aquellas organizaciones que se deslizaron desde un inicial conservadurismo hacia posiciones de derecha radical.
En definitiva, mi trabajo busca entender un escenario amplio del conservadurismo radical. Por un lado, la radicalización por derecha de una serie de partidos conservadores tradicionales. Por otro, la apelación al conservadurismo por parte de espacios y organizaciones de extrema derecha. Y, por supuesto, la radicalización de la tradición de los conservadores, que no necesariamente se constituye como parte de partidos, sino que es también una tradición ideológica.
Me gustaría centrarme, en principio, en el caso de los partidos conservadores que desarrollan mutaciones –en mayor o en menor grado– hacia posiciones más extremas. Si bien usted afirma que esta transformación no se produce en todos los casos, verifica este proceso en diversas organizaciones y afirma que, en estos casos, se produce una ruptura con la tradición adoptada por el conservadurismo democrático durante el periodo de posguerra. En el mismo sentido, aclara que muchos de los cambios y radicalizaciones se produjeron, sobre todo en el terreno económico, desde la década de 1970. ¿Es este el momento de la radicalización cultural?
Claramente, los partidos conservadores tienen una tradición extensa. Una de sus particularidades consiste en haberse apoyado en facciones muy diversas de la burguesía, pero también en encontrar apoyos entre los trabajadores calificados o de cuello blanco y en el campesinado. En buena medida, al igual que los socialdemócratas dentro de la izquierda, los partidos conservadores lograron captar a algo más que a sus clásicos electores, desarrollando mensajes amplios y «atrapa todo». Su papel en el acuerdo de posguerra, tal como usted dice, fue clave. Ese acuerdo, siempre móvil y sujeto a cambios, se sustentó en el principio de que los socialdemócratas, más apoyados en las fuerzas sindicales y de los trabajadores, y los conservadores, más sostenidos en el empresariado, se reconocían entre sí y se validaban. Cada una de las fuerzas, por supuesto, intentaba desarrollar sus políticas –que se diferenciaban claramente–, pero asumiendo un compromiso con el régimen político. En ambos casos, se consideraba que, al final, debía prevalecer una política de conciliación. Este proceso no modificaba las características centrales de los partidos conservadores ni su ideología.
Es completamente cierto que el consenso de posguerra, apalancado por socialdemócratas y conservadores, siempre fue móvil y tuvo sus respectivas renegociaciones. De hecho, en mi libro hago mención a su fragilidad. En el Reino Unido, durante los gobiernos de Margaret Thatcher, los conservadores desarrollaron iniciativas de cambio económico y social profundas, haciendo caso omiso a los planteos de la oposición política y evitando la cooperación. Aplastaron a los sindicatos y transformaron completamente muchas ciudades de clase obrera. El neoliberalismo proviene, en buena medida, de aquella experiencia que se extendió progresivamente al resto de los países.
Sin embargo, es igualmente cierto que el consenso tradicional siguió existiendo, aun cuando tuviera ya modificaciones sustanciales. Lo que ha sucedido ahora es diferente, y es la ruptura clara y nítida del pacto. Como usted sabe, tradicionalmente los partidos conservadores apelaban a sostener el orden existente. Cuando querían hacer transformaciones importantes, pensaban en términos bastante moderados o cautelosos. Al adoptar, en cambio, las posiciones de la extrema derecha, que busca un cambio brusco y rápido del orden, se han radicalizado en un apartado en el que no lo habían hecho anteriormente. El punto fundamental consiste en entender que este conservadurismo radicalizado rompe el equilibrio histórico de las fuerzas conservadoras. Ahora, al mismo tiempo que sostienen una cierta radicalidad económica (producto de la revolución conservadora thatcherista), se suma una radicalidad sociocultural (apelar a las estrategias discursivas y de batalla cultural de la extrema derecha). Esto modifica nítidamente la fisonomía de estos partidos conservadores. En los casos en que el conservadurismo efectivamente se radicaliza y llega al gobierno, como en Austria, se rompen reglas y acuerdos que, anteriormente, los conservadores tendían a respetar.
En su libro, usted analiza acabadamente el caso austriaco y el estadounidense, pero menciona también otros. Pese a ello, hay ejemplos, como el francés, en el que la fuerza tradicional de la derecha, Los Republicanos, no desarrolla el mismo proceso y, al menos por ahora, tampoco se verifica eso en la derecha tradicional alemana. En ambos países, la extrema derecha crece, pero no necesariamente sus planteos son adoptados por los partidos conservadores tradicionales…
Es correcto. Esta situación no se produce en todos los casos, aunque en muchos partidos conservadores y de la derecha tradicional en la que esas corrientes no se han vuelto hegemónicas, sí se verifican facciones que explicitan búsquedas similares. Existen otros casos, por supuesto, en los que la radicalización conservadora se produce con escisiones, como en el caso de Países Bajos. Geert Wilders, el dirigente político del Partido de la Libertad, ubicado en la extrema derecha, proviene de las filas del Partido Popular por la Libertad y la Democracia, el clásico partido liberal-conservador neerlandés. Por otra parte, en el análisis del conservadurismo radicalizado no solo se desarrolla un enfoque sobre las organizaciones tradicionales, sino además sobre las capas sociales de votantes que se radicalizan (y que pueden migrar del conservadurismo clásico a la extrema derecha). Se trata de un fenómeno político, pero también sociológico.
Para explicar estos procesos, usted apela, de hecho, al concepto de «burguesía cruda», acuñado por el sociólogo Wilhelm Heitmeyer. ¿Qué implica este concepto y por qué es importante para comprender la radicalización no solo en términos políticos y circunscriptos a las organizaciones tradicionales del conservadurismo, sino también en torno de clivajes sociológicos y culturales?
Es importante destacar que la crudeza y la violencia atraviesan a diversos estratos sociales y no se circunscriben únicamente a la burguesía, como lo evidencian numerosos ejemplos de crudeza contra determinadas minorías que se expresan de modo transversal en las diferentes clases sociales. Pero, ciertamente, lo que nos ocupa en este caso es la crudeza burguesa, tal como la define Heitmeyer. El concepto sociológico que desarrolla Heitmeyer toma en cuenta, sobre todo, los procesos de radicalización que se producen en el interior de las clases medias en momentos críticos y de desintegración social. Cuando Heitmeyer se refiere a la «crudeza burguesa», no apela solo a la burguesía en términos económicos, sino a lo que podemos comprender como los «modales burgueses», los modales que han sido tomados como sinónimos de «civilizados». Lo que Heitmeyer evidencia es que, detrás de esos modales, se verifican actitudes fuertemente autoritarias que, en contextos menos críticos, no se expresan abiertamente. Sin embargo, cuando emergen, lo hacen en forma violenta, apuntando directamente contra el contrato social y los espacios de solidaridad. Entre los estratos burgueses y las clases medias más acomodadas, esta crudeza se manifiesta en fuertes sentimientos de superioridad cultural que, con anterioridad, habían estado ocultos por una fachada de suavidad exterior. Cuando esa fachada desaparece, la burguesía aparece de manera cruda, apelando a una ideología que ve a grupos y a personas como inherentemente desiguales. En ese sentido, la burguesía cruda se posiciona nítidamente contra el Estado de Bienestar y contra las prestaciones sociales a personas desfavorecidas, al mismo tiempo que sostiene una cierta posición de darwinismo social. Por otra parte, establece tipos ideales de sociedad basados en la meritocracia, despreciando a aquellos grupos a los que ve como contrarios a esta. La diferencia entre esta crudeza burguesa y otras crudezas es que esta tiende a ser socialmente aceptada.
Cuando los conservadores hacen uso de esa crudeza –que parecía reservada a expresiones más radicales de la extrema derecha–, se evidencia un pasaje al conservadurismo radicalizado. O, dicho de otro modo, cuando los conservadores clásicos asumen la posición cultural de la extrema derecha y se impulsan mediante la crudeza burguesa –deslizándose hacia un discurso que ataca directamente a sectores socialmente desfavorecidos y a los extranjeros–, se ejecuta la operación del conservadurismo radicalizado.
Uno de los puntos principales de su ensayo estriba en introducir una diferencia entre el conservadurismo radicalizado y la extrema derecha. Si bien ve tendencias similares en términos culturales y sociales, marca una distinción en términos económicos: en algunos casos, la extrema derecha sostiene todavía posiciones estatalistas (aunque aclara también que las hay neoliberales), mientras que el conservadurismo radicalizado apuesta más nítidamente por la desregulación, la privatización y la flexibilización. ¿En qué medida ese sostenimiento se deriva, ahora sí, de una tradición constituida a partir de la década de 1970 con la revolución conservadora de Thatcher y Reagan?
Efectivamente, los conservadores han tendido más al neoliberalismo. Esto no implica que no existan partidos u organizaciones de la extrema derecha que también asuman esa posición económica neoliberal –de hecho, es claro que sucede–, aunque en ese campo hay una mayor mixtura. Si en algunos casos la extrema derecha toma posiciones neoliberales, en muchos otros se presenta como la garante del Estado de Bienestar. Esto es visible, por ejemplo, con los Demócratas de Suecia, que se han convertido en los defensores más furibundos del Estado de Bienestar desde una posición chovinista: consideran que debe ser solo para los suecos y no para los inmigrantes. Esto es bien diferente en el caso de los partidos conservadores que, como usted plantea, fueron aquellos que más se adaptaron (e incluso propagaron) la revolución conservadora de Thatcher y Reagan. Estos partidos no están, a priori, interesados en sostener el bienestarismo, del que participaron fuertemente durante el consenso de la segunda posguerra. Es muy claro que, al radicalizarse, participan de las guerras culturales propias de la extrema derecha, pero sus posiciones neoliberales se sostienen. En los dos casos que analizo, el de Trump y el de Sebastian Kurz, esto es particularmente visible. Ambos, por supuesto, pertenecen y participan en partidos conservadores clásicos –el Republicano de Estados Unidos y el Popular de Austria– y en los dos se verifica el desarrollo de posiciones de desmantelamiento del Estado de Bienestar –o lo que haya de él en cada caso–. Conviene recordar que Trump se enfrentó al seguro de salud en su primer día de gobierno, lanzando sus dardos contra el Obammacare a través de una política que llamó Repeal and Replace (derogar y sustituir). Por supuesto, a eso sumó su reforma fiscal, claramente beneficiosa para los más ricos, y la Ley de Recortes y Empleos que se dirigió en el mismo sentido. En el caso de Kurz, este tipo de posiciones fueron visibles con la reforma del Ingreso Mínimo Ciudadano, que no solo apuntó en una dirección neoliberal, sino en términos de lucha contra los inmigrantes y los pobres, al vincular la prestación a un determinado nivel de estudios y competencias lingüísticas. De más está decir que la dirección neoliberal se verificó también en la posibilidad de que las empresas extendieran las jornadas laborales de sus empleados a 12 horas y en la reducción de las prestaciones de desempleo.
Uno de los aspectos sustanciales de la extrema derecha, pero también del conservadurismo radicalizado, es su lectura de lo que se conoció en la década de 1960 como la Nouvelle Droite [Nueva Derecha], impulsada, entre otros, por Alain de Benoist. ¿Qué implicancias ha tenido ese pensamiento?
Efectivamente, la Nouvelle Droite francesa, propiciada en la década de 1960 por Alain de Benoist, ha tenido un papel clave, tanto para la extrema derecha como para el conservadurismo radicalizado. En primer lugar, la Nouvelle Droite recuperó lo que el publicista suizo Armin Mohler denominó, en 1949, «revolución conservadora». Mohler utilizaba esa expresión para designar a una red informal de pensadores antiigualitarios y reaccionarios como Oswald Spengler, Edgar Julius Jung, Otto Strasser y Ernst Jünger que, a diferencia de otros pensadores reaccionarios, buscaban no ya un «retorno al pasado», sino un avance en la historia. Es decir, tenían una perspectiva de futuro. En segundo término, la Nouvelle Droite ha sido importante en tanto su planteo ha consistido, fundamentalmente, en escoger como campo de batalla principal, ya no el terreno estricto de la política, sino el de la cultura. En este sentido, asumía una actitud «prepolítica», aspirando a dar primero una «batalla cultural». Para ello se montaba sobre las posiciones teóricas de Antonio Gramsci, usufructuando su concepto de hegemonía y desplazándolo a la lucha de la derecha. Por supuesto, descartaron todos los aspectos propios de la posición comunista de Gramsci y se concentraron en la lógica procedimental planteada por el pensador italiano. Asumieron la posición gramsciana de que, para conseguir una verdadera transformación política, era preciso cumplir un requisito previo: lograr una aceptación social amplia. En tal sentido, asumieron que la derecha precisaba construir una hegemonía cultural y social, y no solo acceder al poder. Tomaron, asimismo, la noción gramsciana de «bloque histórico» y la utilizaron para sus propias motivaciones. La principal deriva de esta posición se ha centrado en el lenguaje. Aunque Gramsci entendía la hegemonía como un proceso amplio y complejo en la que el lenguaje era solo un elemento, la Nueva Derecha ha tendido a verlo como un aspecto sustancial. En su razonamiento, el lenguaje constituye un arma para destruir la discursividad democrática. Un aspecto importante a tener en cuenta para comprender la relación de la Nueva Derecha con el conservadurismo radicalizado es que, desde un inicio, se trató de un espacio mixto o superpuesto. Por un lado, operaba en la extrema derecha más claramente neofascista o neonazi. Por el otro, trabajaba intelectualmente sobre miembros de las elites cultas de derecha, principalmente conservadoras. En este sentido, cubría tanto el apartado más claramente radical como el del conservadurismo burgués.
Al analizar la forma en la que las ideas de la Nouvelle Droite ingresaron más fuertemente en el campo del conservadurismo clásico, devenido en radical, usted hace énfasis en una serie de organizaciones a las que denomina herederas de aquellas ideas nacidas en la década de 1960. ¿Cuáles son esas organizaciones y qué papel han cumplido en la diseminación de estas ideas y en su «normalización»?
Cuando me refiero a las «nuevas organizaciones de la nueva derecha» pienso, puntualmente, en expresiones como las que han tenido lugar en Italia con CasaPound o en Alemania con el Instituto de Política Estatal [IfS, por sus siglas en alemán]. Estas organizaciones han heredado y leído en profundidad los planteos de la Nouvelle Droite y de Alain de Benoist, pero han avanzado más fuertemente en las batallas culturales. CasaPound1, una organización nacida en Roma en 2003, ha intentado, desde un inicio, mixturar la tradición del fascismo y del neofascismo italiano con la cultura pop. La estrategia de CasaPound ha consistido, fundamentalmente, en el desarrollo de acciones «metapolíticas», desarrollando medios de comunicación, pero también actividades deportivas, grupos musicales y exposiciones artísticas. El punto fundamental de organizaciones como CasaPound es disipar la imagen vetusta y anticuada de la extrema derecha y adaptarla a un público joven y moderno. De hecho, la mayor parte de los miembros, simpatizantes y activistas de CasaPound son jóvenes, por lo general de sectores medios y universitarios. En buena medida, y así lo he analizado junto con mis colegas Julian Bruns y Kathrin Gloesel, organizaciones como CasaPound, pero también Génération Identitaire en Francia, pertenecen a lo que se conoce como el «movimiento identitario». Se trata de una generación joven dentro de la «nueva derecha». ¿Por qué es importante? Porque, desligados de sus clásicas posiciones neofascistas o neonazis y con una imagen más adaptada a los tiempos, logran constituirse en mediadores entre el extremismo de derecha y el conservadurismo tradicional, fortaleciendo el conservadurismo radicalizado. En buena medida, permiten trazar una zona de transición entre ambas corrientes y desarrollar una cultura que oculta algunas de sus posiciones bajo argumentos relacionados con la tradición, la libertad, la identidad y la patria.
Usted trabaja sobre dos casos particulares del conservadurismo radicalizado: el de Donald Trump en Estados Unidos y el de Sebastian Kurz en Austria. En su libro, no solo los define como exponentes de esa corriente, sino que señala una serie de rasgos comunes en sus respectivos gobiernos. ¿Cuáles son esos rasgos y por qué constituyen pilares del conservadurismo radicalizado?
Ambos personajes, Kurz y Trump, me interesaban en la medida en que encarnan explícitamente el conservadurismo radicalizado. Los dos disputaron electoralmente por las fuerzas de derecha clásicas de sus países (el Partido Republicano y el Partido Popular Austriaco), pero conectando con dinámicas y lógicas culturales del extremismo de derecha. Una particularidad, que me permitía al mismo tiempo un análisis más situado y concreto, es que ambos llegaron al poder casi al mismo tiempo, lo que expresaba una corriente de ascenso de conservadores radicalizados. En el libro detallo claramente una serie de rasgos comunes entre los conservadores radicalizados –que, en algunos casos pueden ser compartidos por la extrema derecha–. En primer lugar, el conservadurismo radicalizado desarrolla una violación calculada de reglas formales y de reglas informales. La razón es muy evidente: los conservadores radicalizados pretenden romper una serie de consensos establecidos en la política y borrar así algunas normas establecidas entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo que es correcto y lo que no lo es. Desobedecer o forzar las reglas contribuye a la idea de una ruptura, señala una diferenciación con cierto establishment guiado por una serie de normas, pero además les permite expresar, incluso dentro del gobierno, una posición de disconformidad con el sistema. Aun cuando en sus políticas estén completamente alineados con el capitalismo, la ruptura de reglas formales e informales los habilita a presentarse como «incorrectos» y dejar así al resto –a aquellos que exigen la consecución de normas– en la posición de «lo establecido».
Tanto en el caso de Kurz como en el de Trump, esto se evidencia de modo muy nítido, aun con sus diferencias de personalidad y carácter. Kurz, un hombre más bien distante y duro, llevó la ruptura de las reglas informales a un lugar inédito en Austria cuando se negó, en 2021, a participar de la celebración oficial por la liberación del campo de concentración de Mauthausen. Esa celebración fue llevada a cabo por todos los cancilleres austriacos, y la negativa de Kurz y de su comitiva a participar en una conmemoración que es la base simbólica de la Segunda República implicó una clara ruptura de una regla informal que, por supuesto, luego fue usufructuada por su propio partido. De hecho, al día siguiente, el parlamentario Martin Engelberg, perteneciente al partido de Kurz, declaró que la celebración en el antiguo campo de Mauthausen estaba siendo «utilizada por los partidos políticos». Trump, por supuesto, no fue menos que Kurz. Desde un inicio, utilizó las redes sociales, y especialmente Twitter, para denigrar e insultar a sus adversarios. Su intento fue normalizar este tipo de situación, pero lo cierto es que el tipo de improperios de Trump constituyen una ruptura de reglas informales. Son impropias de un político profesional. El punto fundamental es que la ruptura de esas reglas es, para sus seguidores, completamente entusiasmante. Esta ruptura de reglas, por supuesto, no se limita solo a las tácitas o no escritas, sino, como le decía, también a las formales, como lo demostró, por ejemplo, la llamada de Trump al secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, pidiéndole que «encontrara» los 11.779 votos que necesitaba para ganar ese estado –hecho que luego llevó a investigaciones por manipulación electoral–.
Usted afirma que este conservadurismo radicalizado desempodera las estructuras de los partidos. ¿Por qué y cómo sucede este fenómeno?
En tanto el conservadurismo radicalizado apuesta por una polarización permanente y se sostiene en líderes fuertes, rompe parte de las estructuras partidarias de cambio y renovación permanentes. El conservadurismo radicalizado pone a los partidos al servicio del líder, y no al revés. La figura del líder refleja un «nosotros» que se presenta de forma homogénea, mientras que las estructuras partidarias dan cuenta, por lo general, de una cierta diversidad. Cuando los partidos conservadores se radicalizan y apuestan por un liderazgo de este tipo, rompen parte de lo que fue su tradición durante la segunda posguerra. En aquel momento, si bien los distintos líderes partidarios podían tener posiciones divergentes, se asumía que ellos servían al partido, lo que daba cierta previsibilidad. Cuando el conservadurismo se radicaliza, y siempre lo hace a través de una figura de liderazgo fuerte y unificador, son los partidos los que sirven al líder. El caso de Trump, que encontró resistencias al inicio, es ejemplificador: a medida que fue avanzando, logró disciplinar a los distintos líderes del Partido Republicano y solo se enfrentaron a él aquellos que no tenían ninguna posibilidad real de triunfo. En 2021, luego de la derrota de Trump, Liz Cheney, la tercera persona con más poder dentro del Partido Republicano, tuvo que dejar su cargo por discutir la denuncia trumpista de que las elecciones habían sido fraudulentas. Kurz solo aceptó ser presidente de su partido si se le otorgaban plenos derechos para decidir sobre el personal y sobre asuntos asociados al presupuesto. Esto rompió completamente el orden del ÖVP, un partido conservador clásico en el que los gobernadores provinciales siempre habían tenido una posición de importancia sobre estas materias. En el caso de Kurz, la transformación del partido llegó incluso a sus características estéticas y de imagen: se modificó el logo del partido y cambió su color del negro al turquesa, buscando además transformarlo de partido en movimiento. Además de rebautizarlo popularmente como Nuevo Partido del Pueblo, Kurz puso ese título en la boleta electoral, y así se identificó ese «nuevo ÖVP » con el propio Kurz. En este proceso hay que mirar, también, la actitud de la extrema derecha representada por el FPO, en tanto muchos de los eslóganes usados por Kurz y el ÖVP empezaron a parecerse nítidamente a los de ese partido.
¿Cómo modifica el conservadurismo radicalizado la posición que el conservadurismo clásico tenía hacia sus adversarios políticos e ideológicos?
Este es un punto importante porque, efectivamente, el conservadurismo tradicional, al formar parte de un consenso y de un pacto sobre el régimen político, antagonizaba de forma democrática –aun cuando pudieran ser duros con las palabras– con sus adversarios. Esto se modifica con los procesos de radicalización de los conservadores. En primer término, el conservadurismo radicalizado, al abonar posiciones que tienden a pensar en la existencia de una «red global» de izquierdistas y progresistas que dominan los medios y la cultura construyendo un sentido común «políticamente correcto», desarrolla un antagonismo contra enemigos que no siempre son directamente identificables. El conservadurismo radicalizado se coloca, en tal sentido, en la posición de «la gente común», la «gente trabajadora», apelando a un sentido según el cual, «los otros», los que quedan fuera de ese esquema, constituyen el enemigo. Hay gente que hace un «trabajo real» y otra que no. En tal sentido, el conservadurismo radicalizado apela a una polarización más profunda que el conservadurismo clásico, sobreexcitando a la sociedad en un antagonismo permanente. El punto sustancial es que los conservadores radicalizados pretenden que ese antagonismo permanente se constituya como una nueva normalidad. Personajes como Kurz y Trump transforman, de hecho, la forma de debate con la oposición política, en tanto ya no buscan llegar a acuerdos (como sucedía en la lógica del conservadurismo tradicional) ni establecer mediaciones. Su intención es fidelizar a mayorías. A esto se suma un segundo elemento: ya no solo tienen un enemigo político institucional (los partidos opositores), sino que buscan construir un enemigo extraparlamentario. Esto se vuelve muy evidente en el modo en que Trump se refería, por ejemplo, a Antifa o al movimiento Black Lives Matter. Por empezar, Antifa no constituye una organización, sino solo una etiqueta general para denominar a grupos que se presentan como antifascistas. Al darle una uniformidad y plantear que se trataba de una «organización terrorista», Trump desarrollaba una imagen del enemigo extraparlamentario que permitía solidificar su vínculo con sus propios adherentes y seguidores. Kurz hacía lo propio hablando de «activistas de extrema izquierda» y vinculándolos a lo que llamaba «islam político». Creo que un aspecto fundamental para entender al conservadurismo radicalizado es tener en cuenta que su forma de antagonizar con los opositores proviene del repertorio de la extrema derecha. No solo los partidos tradicionales de la izquierda, sino también los medios, los intelectuales, los trabajadores culturales, son puestos en el lugar del «mismo poder», de un «establishment progresista». Esto construye un nuevo tipo de polarización, con adversarios políticos identificables y grupos más porosos.
En esto se ve también el papel que las batallas culturales tienen para los conservadores radicalizados…
Exactamente. No debemos olvidar que uno de los aspectos del conservadurismo radicalizado consiste en participar activamente de las guerras culturales que han caracterizado a la extrema derecha. De hecho, las llamadas batallas culturales parecían, en un principio, reducidas a las extremas derechas, que habían desplazado su terreno de acción de la política al campo de la cultura. Ese deslizamiento le permitió entender a los partidos de un nuevo modo: no ya como organizaciones que pretenden gestionar y que discuten entre sí las decisiones y las orientaciones, sino como ordenadores culturales que preconizan un tipo de futuro y de orden. Por supuesto, el carácter de la guerra cultural tiene un sentido moral: se presenta como una lucha antagónica entre un «nosotros» y un «ellos» que se corresponde con los «buenos» y los «malos». Lo que hace el conservadurismo radicalizado no es importar simplemente la lógica del antagonismo de la extrema derecha (los nativos contra los inmigrantes o contra los islámicos que «destruyen la cultura nacional»), sino mixturarla con la perspectiva polarizadora de los neoliberales (dividiendo, por ejemplo, a los trabajadores de los perezosos o los holgazanes). En este sentido, el conservadurismo radicalizado funde posiciones, combinando cuestiones relativas a la identidad con la clase.
¿Cómo opera, en el conservadurismo radicalizado, la cuestión de la identidad nacional a la hora de producir ese antagonismo? ¿En qué medida los conservadores tradicionales de Europa que forman parte de procesos de radicalización asumen teorías conspirativas como la del «gran reemplazo»?
Desde un inicio, los llamados «identitarios» de la nueva derecha enlazaron con la teoría del «gran reemplazo». Según esa posición conspirativa, Europa se encuentra en un estado de alerta porque su población y su «identidad» serán sustituidas debido a la inmigración, sobre todo la de países islámicos. En el fundamento del movimiento identitario está la reivindicación de lo que consideran una suerte de «identidad autóctona», tanto nacional como continental. En tal sentido, se encuentra la marca de lo que se ha conocido como «etnopluralismo». Según el etnopluralismo, cada cultura se corresponde con un espacio en particular, por lo que las diversas no deberían mezclarse sino, por el contrario, «mantenerse limpias». Este proceso deriva en una homogeneización nacional y en una defensa de «valores autóctonos». Esa posición, sin embargo, ya no es patrimonio exclusivo de los identitarios, sino que ha pasado a formar parte del repertorio de los conservadores que se radicalizan. En el caso de Kurz, del que hemos estado hablando, esa tesis se manifestó muy nítidamente cuando su partido, el ÖVP, afirmó que la izquierda buscaba cambiar la composición del país a través de naturalizaciones masivas y dándoles el derecho de voto a los extranjeros. A esto se sumó, con mucha claridad, la batalla de Kurz contra lo que denominó «islam político», cuando quiso introducir, en 2020, una ley en la que sindicaba a los musulmanes como una población homogénea y les imputaba posiciones unívocas.
La extrema derecha solía tener características antisemitas. Ahora parece haber una escena de mixtura: por un lado, se manifiestan posiciones antisemitas asociadas a las teorías conspirativas sobre George Soros –a quien algunos retratan incluso con las características faciales que el nazismo les imputaba a los judíos en sus caricaturas–, pero al mismo tiempo se produce una defensa del Estado de Israel y, sobre todo, de su líder, Benjamin Netanyahu. ¿Se ha deslizado la derecha radical a la islamofobia, aun sosteniendo sustratos antisemitas?
Efectivamente, se trata de una escena compleja y hay deslizamientos desde el antisemitismo a la islamofobia. Pero, tal como usted dice, hay posiciones antisemitas que permanecen y se verifican, por ejemplo, en la personificación de Soros. Lo cierto es que parte de la extrema derecha puede tener un sustrato cultural antisemita, pero enlazar con el régimen iliberal de Netanyahu. Viktor Orbán es el ejemplo perfecto de esa situación: es alguien que no solo ha hecho campaña en relación al tema Soros, sino que ha manifestado posiciones antisemitas, y, sin embargo, sostiene que Netanyahu es un «gran líder». Pero, por otra parte, debemos agregar algo más a esta cuestión: en esta estrategia general de las derechas radicales, tampoco a Netanyahu parece importarle demasiado tener relación estrecha con líderes con trasfondos antisemitas. Hay una alianza estratégica allí y es necesario pensarla.
Permítame hacerle una última pregunta. Su libro comienza planteando una cuestión esencial: que se discute demasiado sobre la crisis de la izquierda y la socialdemocracia, y muy poco sobre la del conservadurismo tradicional. Pero, en términos muy concretos, usted relaciona una situación de crisis con la otra. ¿La izquierda ha tenido también una responsabilidad en este proceso? ¿Cuál ha sido su problema? ¿No haber conseguido unificar demandas materiales y posmateriales?
Ninguno de los líderes del conservadurismo radicalizado cayó del cielo. En buena medida, y comparto lo que usted plantea, son también una respuesta al modelo precedente. Durante demasiado tiempo, conservadores y socialdemócratas se parecieron, y se instaló una dinámica en la que parecía que ningún otro tipo de cambio era posible. Esa idea de una imposibilidad de cambios llevó a lo que Colin Crouch denominó «posdemocracia». Al no producir cambios sustanciales, los socialdemócratas fueron vistos como parte de un sistema que, en sí mismo, se había vuelto conservador. La radicalización de los conservadores y su apelación a cambios y transformaciones modificaron un panorama político anquilosado en algo peor. Pero, ciertamente, existe una responsabilidad de las fuerzas de la izquierda partidaria que, durante años, han ocupado un lugar en el sistema político sin desarrollar una serie de políticas coherentes desde el propio poder. Pero a este respecto, me gustaría decirle algo: volver para atrás tampoco es la solución. Creo que cierta nostalgia por el pasado puede producir incluso posiciones que no alienten una transformación. El sistema político está cambiando de forma notable y el Estado que yo conocí, y sobre todo el que conocieron mis padres, no existe más. Lo hemos dicho: desde 1945, socialdemócratas y conservadores estabilizaron el sistema político, desarrollaron una economía social de mercado y buscaron una conciliación de intereses. Pero los partidos conservadores claramente no están hoy en esa posición. Los socialdemócratas intentan, de un modo u otro, volver a esa «vieja normalidad». Si la socialdemocracia no quiere estabilizarse como una fuerza conservadora, tiene que plantear un horizonte diferente. ¿Cuál es el camino que puede proponer hacia adelante? Esa es la gran pregunta y debe atreverse a hacérsela.
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1.
La organización adoptó el nombre del poeta estadounidense Ezra Pound, poeta partidario declarado de Benito Mussolini y residente en Pisa durante la Segunda Guerra Mundial [N. del E.].