Trotsky, héroe trágico
agosto 2020
Volver sobre la figura del revolucionario ruso permite reponer al sujeto en la encrucijada de la historia, retomar nuestro trabajo de duelo y reconocer una deuda intelectual y moral. El 80 aniversario del asesinato de Trotsky a manos de un agente de Stalin es una ocasión más propicia para ejercitar la memoria que para una repetición ritual.
El 21 de agosto de 2020 se cumplen 80 años del asesinato de León Trotsky a manos de un agente de Stalin, cuando el revolucionario ruso se encontraba exiliado en México. Concluía trágicamente una vida intensa, que acaso había seguido como ninguna otra el pulso de las revoluciones del siglo XX. Militante clandestino bajo el zarismo, periodista brillante, profeta de las revoluciones en Rusia, deportado en Siberia, exiliado de país en país, presidente del Sóviet de Petrogrado, aliado de Lenin y estratega de Octubre de 1917, organizador del Ejército Rojo, opositor al curso que toma el proceso soviético bajo la dictadura de Stalin, nuevamente deportado, nuevamente exiliado, finalmente asesinado. Trotsky parece encarnar en los tiempos modernos la figura clásica del héroe trágico.
León Davídovich Bronstein había nacido en 1879 en una pequeña aldea ucraniana, era el quinto hijo de una familia de granjeros judíos de clase media. Educado en la cosmopolita Odessa, no tardó en abandonar los estudios universitarios apenas comenzados para consagrarse al periodismo y la política revolucionarios. Preso en varias ciudades rusas, deportado a Siberia, peregrinó por Viena, Londres, Zúrich y Múnich, donde participó de los debates entre las fracciones de la socialdemocracia rusa, los bolcheviques y los mencheviques. Regresó a San Petersburgo, más tarde rebautizada Petrogrado, a comienzos de 1905 para convertirse en el principal líder del Sóviet de la ciudad cuando estallaba la primera revolución rusa. Nuevamente detenido y exiliado en Siberia, redactó entonces la célebre tesis sobre la «revolución permanente» según la cual en un sistema mundo dominado por el capitalismo, las revoluciones burguesas de los países atrasados se solaparían con las revoluciones socialistas. Volvió a peregrinar por ciudades del exilio ruso como Londres, Berlín, Viena, París, Barcelona y Nueva York, para regresar apresuradamente a Rusia tras el estallido de la Revolución de Febrero de 1917, donde estaría llamado a jugar un papel de primer orden.
Hace apenas tres años se cumplió un siglo del 6 de octubre de 1917, cuando las masas de Petrogrado eligieron a León Trotsky para presidir el Sóviet de su ciudad. Mientras que el otro gran líder ruso, Lenin, elaboraba la estrategia bolchevique desde su escondite en Helsinki, Trotsky no solo residía en la ciudad que sería el epicentro de la revolución, sino que se había convertido para entonces en un orador popular, dirigiéndose casi diariamente a grandes contingentes de obreros utilizando como plataforma las instalaciones del Circo Moderno de Petrogrado. Diez días después presidía el Comité Militar Revolucionario de la ciudad, el que tomó por asalto el Palacio de Invierno que el presidente Aleksándr Kérenski había adoptado como sede del Gobierno Provisional tras el derrocamiento del zar.
Tal fue su sintonía con la revolución que cumplía sus 38 años el mismo día en que asaltaba el Palacio de Invierno aquel Octubre de 1917. Pero el racionalista y ateo Trotsky no le daba a este hecho la menor significación. Como escribió en Mi vida, uno de los libros más apasionantes del siglo XX: «Un pitagórico o un místico argüirían de aquí grandes conclusiones. La verdad es que yo no he venido a parar mientes en esta curiosa coincidencia hasta que ya habían pasado tres años de las jornadas de Octubre».
Trotsky no solo fue el tribuno del Sóviet de Petrogrado y el artífice de la toma del poder. Fue también el que negoció con los imperios centrales en la ciudad de Brest-Litovsk la salida de Rusia de la guerra, el organizador del Ejército Rojo que combatía en varios frentes al mismo tiempo a los ejércitos blancos de la contrarrevolución, el propulsor de la industrialización soviética acelerada, el estratega de la Internacional Comunista que seguía al día con notable versación los acontecimientos políticos de Alemania, Inglaterra, Francia o China. Al mismo tiempo, el escritor que se dejaba tiempo para producir en 1923, en medio del fragor de la revolución, obras como Literatura y Revolución o Problemas de la vida cotidiana.
Trotsky no fue solo un gran escritor, fue también un gran lector. Como llevó una vida errante buena parte de su existencia, solía frecuentar las bibliotecas públicas de las ciudades en las que le tocaba vivir. Los tiempos de reflujo, incluso en situaciones de prisión, favorecían entre los militantes la organización de proyectos de lectura y estudio, así como balances histórico-políticos de mayor aliento. Los tiempos más sobresaltados de movilización, en cambio, dejaron escasos márgenes para este tipo de esfuerzos sostenidos. Sin embargo, Trotsky encontraba el modo de seguir leyendo y escribiendo. Así lo reconoce en Mi Vida, su autobiografía escrita durante su exilio en la isla turca de Prinkipo, tras su expulsión de la Unión Soviética:
«Para mí, los mejores y más caros productos de la civilización han sido siempre –y lo siguen siendo– un libro bien escrito, en cuyas páginas haya algún pensamiento nuevo, y una pluma bien tajada con la que poder comunicar a los demás los míos propios. Jamás me ha abandonado el deseo de aprender, ¡y cuántas veces, en medio de los ajetreos de mi vida, no me ha atosigado la sensación de que la labor revolucionaria me impedía estudiar metódicamente! Sin embargo, casi un tercio de siglo de esa vida se ha consagrado por entero a la revolución. Y si empezara a vivir de nuevo, seguiría sin vacilar el mismo camino».
Es así que durante su exilio en Turquía y en Francia, y más tarde en México, andaba con su gran biblioteca a cuestas. Uno de sus mayores logros como escritor fueron los dos volúmenes de su Historia de la Revolución Rusa. Como Tucídides, que había sido estratega de Atenas y autor de la Historia de la Guerra del Peloponeso, Trotsky fue al mismo tiempo protagonista e historiador.
Trotsky ya aparece ante sus contemporáneos como una de las grandes figuras históricas del siglo XX. Aunque es posible hallar en el siglo XIX ejemplos notables de figuras que podían conjugar al mismo tiempo y con brillantez el estadista con el pensador –pienso en un Jefferson, en un Thiers, o en un Sarmiento–, en el siglo XX no abundaron los intelectuales en el poder, si exceptuamos casos aislados como el de Thomas Masaryk al frente de la República Checa, o más recientemente Fernando Henrique Cardoso en Brasil. Trotsky aparece como un caso extraordinario en el que se unen de modo indisociable el estadista revolucionario y el pensador de relieve internacional, el Tucídides capaz de liderar una revolución y pocos años después consagrarle un libro histórico.
Pero además, Trotsky fue protagonista de un drama histórico sin precedentes: un revolucionario que, apenas después de seis años de conquistado el poder, rechazaba el curso que estaba adoptando el «Estado obrero» que él mismo había contribuido a forjar. El drama épico dejaba ahora lugar a la tragedia. Una vez más, como ocurrió en un siglo atrás en Francia, la Revolución se devoraba a sus propios hijos. Pero aquí uno de ellos, acaso el más brillante, se atrevía a retar al destino. Trotsky aparece ante el mundo como el protagonista de una tragedia en el sentido clásico del término, en la cual el héroe, si bien conoce el curso histórico que el destino ya ha fijado, no puede sino asumir el deber revolucionario de desafiarlo. Trotsky no creía, por supuesto, en un destino preestablecido, pero como marxista clásico sabía que la dinámica histórica –en la Unión Soviética y en el mundo entero– había tomado un curso muy difícil de torcer, y que la relación de fuerzas le era absolutamente desfavorable. Como escribió Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres: Trotsky fue el «profeta de una religión herética: mesías y apóstol y hereje en una sola pieza».
Cuando, en palabras de Victor Serge, era medianoche en el siglo, o tiempos de oscuridad, como los llamó Hannah Arendt a los años 30, los textos de Trotsky alumbraron un haz de lucidez al mismo tiempo que ofrecieron un cierto optimismo (al menos un optimismo histórico, desplazado hacia el futuro). Solo una porción muy pequeña del mundo se sumó entonces a las filas del trotskismo, pero desde todos los rincones del globo se siguió con expectación el itinerario y la palabra del judío errante que ningún Estado se atrevía a alojar. Exiliado, perseguido, asediado incluso, ya sea refugiado en una lejana isla de Turquía o en el México del general Lázaro Cárdenas, Trotsky era capaz de lanzar en el lapso de diez años cientos de artículos y una docena de libros que ofrecían claves preciosas para comprender la historia presente. Con su visión internacionalista, su cultura cosmopolita y su manejo de media docena de lenguas modernas, era capaz de analizar con lucidez la emergencia del fascismo en Alemania, la tragedia de la revolución española envuelta en una guerra civil, la Francia del Frente Popular, la decadencia del Imperio británico, la burocratización de la Unión Soviética, la situación de los comunistas chinos o los límites de las políticas económicas bajo el New Deal.
A Trotsky le tocó afrontar la mayor prueba a que la historia puede someter a un revolucionario: su desencuentro con los resultados de la revolución. Lenin lo entrevió en sus últimos años de vida, calificando a la Unión Soviética que él mismo había contribuido como nadie a forjar, como un «Estado obrero con deformaciones burocráticas». Pero no alcanzó a vivir para enfrentarlas. Trotsky debió recoger la posta de la lucha contra la burocracia de partido y la burocracia de Estado. Su teoría de la burocracia, expuesta en ¿Adónde va Rusia? (desafortunadamente traducido como La revolución traicionada), es uno de los más grandes logros del pensamiento político del siglo XX. Al mismo tiempo, su derrota política a manos de Stalin es la clave de la tragedia del socialismo en el siglo XX. Porque la confrontación entre Trotsky y Stalin no es, como se plantea a menudo, la mera disputa personal entre dos líderes por el poder estatal, sino la expresión de dos modos antagónicos de comprender los procesos sociales.
Fracasada la revolución en Occidente, la Revolución Rusa había quedado librada a su propia suerte. La instauración de un moderno sistema socialista en una región atrasada y aislada del mundo no estaba en la perspectiva de los bolcheviques, ni tampoco había sido prevista en la teoría marxista. Como señaló el principal biógrafo de Trotsky, Isaac Deutscher,
«según el esquema marxista clásico, la revolución habría de ocurrir cuando las fuerzas productivas de la vieja sociedad hubiese desbordado sus relaciones de propiedad al punto de destruir la antigua estructura social. La revolución habría de crear nuevas relaciones de propiedad y la nueva estructura para fuerzas productivas plenamente desarrolladas, avanzadas y dinámicas. Lo que sucedió en realidad fue que la revolución creó las formas de organización más avanzadas para las economías más atrasadas; estableció estructuras de propiedad y planificación social alrededor de fuerzas productivas subdesarrolladas y arcaicas, y en parte alrededor de un vacío. La concepción marxista teórica de la revolución quedó, por consiguiente, vuelta del revés. Las nuevas relaciones de producción, al hallarse por encima de las fuerzas productivas existentes, se hallaron también por encima de la comprensión de la mayor parte de la población; y el gobierno revolucionario las defendió y desarrolló contra la voluntad de la mayoría. El despotismo burocrático ocupó el lugar de la democracia soviética. El Estado, lejos de extinguirse gradualmente, adquirió un poder feroz que no reconocía precedentes».
Este conflicto entre la norma marxista y la realidad de la revolución iba quedando al desnudo a lo largo de la década de 1930. El estalinismo consistió en superar el conflicto aceptando la «realidad» y desechando la «norma»: llamaremos «socialismo» –dijo Stalin– a esto que tenemos. Como diríamos hoy, «es lo que hay». Trotsky, en cambio, tuvo la osadía de declarar, apenas cinco años después de la Revolución de Octubre, que el socialismo era inviable en un país aislado. El trotskismo, sostuvo Deutscher, fue un intento por establecer un equilibrio provisional entre la norma y la realidad «hasta que la revolución en Occidente resolviera el conflicto y restaurara la armonía entre la teoría y la práctica».
Pero en el mundo posterior a la muerte de Trotsky, la «norma» y «la realidad» iban a abismarse aún más. La revolución no se expandió en la posguerra por el Occidente capitalista sino por su periferia. Las organizaciones de tipo bolchevique, fueran las comunistas o las trotskistas, se mostraron incapaces de comprender que la hegemonía de las burguesías occidentales, aún con sus crisis periódicas, se asentaba con una solidez infinitamente mayor que la dominación zarista. El derrumbe de la burocracia soviética no se debió, finalmente, a una revolución política impulsada por la clase obrera rusa, sino a una restauración capitalista.
El mundo de la segunda mitad del siglo XX poco se asemejó al que Trotsky imaginó. Como lo reconoce el propio Daniel Bensaïd en su libro Los trotskismos (2007), «Trotsky no conoció ni los campos de exterminio, ni la solución final, ni el uso del arma atómica, ni el nacimiento del nuevo orden mundial de Yalta y Postdam». El fracaso del movimiento político fundado por Trotsky en 1938, la Cuarta Internacional, sin duda tuvo que ver con la emergencia de una realidad totalmente imprevista en el mundo de la segunda posguerra.
El capitalismo salió de su crisis con una expansión imprevista durante los llamados «treinta años gloriosos» (1945-1975). Las fuerzas productivas, lejos de detenerse, conocieron nuevas revoluciones industriales. La autonomía de la clase trabajadora de occidente fue neutralizada por las políticas de integración del Estado de Bienestar. Con dificultades para interpretar el nuevo escenario internacional, el movimiento trotskista se aferró a la letra de Trotsky. La necesidad de renovación o de reelaboración del programa chocó con las resistencias de los más ortodoxos, generando nuevas divisiones y acusaciones mutuas en términos de «desviación» yde «traición» (a la «norma»). En su libro ya clásico Consideraciones sobre el marxismo occidental (1976), Perry Anderson, escribió que la prolongada derrota del proletariado internacional y las condiciones de marginación que estas condiciones impusieron a las organizaciones trotskistas, dejaron su huella en esta tradición:
«Su reto al espíritu del tiempo [...] le impuso sus penalidades particulares. La reafirmación de la validez y realidad de la revolución socialista y la democracia proletaria, contra tantos hechos que la negaban, inclinó involuntariamente esta tradición hacia el conservadurismo. La preservación de las doctrinas clásicas tuvo prioridad sobre su desarrollo. El triunfalismo en la causa de la clase obrera y el catastrofismo en el análisis del capitalismo, afirmados de forma más voluntarista que racional, iban a ser los vicios típicos de esta tradición en sus formas mas rutinarias».
El movimiento fundado por Trotsky pagó un alto precio por su desfasaje con la realidad. Se fragmentó incluso antes de nacer; y la fragmentación en sectas pequeñas o medianas a lo ancho y largo del mundo fue su signo distintivo, desde 1938 hasta el presente.
Y sin embargo, la figura de Trotsky se mantuvo vigente. Sus libros se reeditan en todas las lenguas modernas y nuevas generaciones se entusiasman con su prosa vibrante. La figura de un revolucionario inclaudicable sigue constituyendo una referencia ético-política para cada nueva generación. Un signo de ello es el éxito internacional de la novela del cubano Leonardo Padura basada en la vida de Trotsky, El hombre que amaba los perros, publicada en 2009, traducida en todo el mundo. Pero también hay dimensiones del pensamiento de Trotsky que llegan hasta nosotros: por ejemplo, su visión global del capitalismo, su concepción cosmopolita de la cultura, su diálogo con las distintas escuelas de vanguardia que florecieron en la Unión Soviética en la década de 1920 (el formalismo ruso, el constructivismo, el futurismo), con el psicoanálisis, con el surrealismo en la década de 1930; su teoría social del poder siguen siendo referencias insoslayables del pensamiento crítico contemporáneo. Trotsky escribe a mediados de la década de 1930: «El poder no una cosa que se toma, que se atrapa, que se quita. El poder es una relación social entre fuerzas sociales». Esto, medio siglo antes de que Michel Foucault elaborara su teoría relacional del poder. La deuda de muchos historiadores y de numerosos pensadores contemporáneos de la política, el poder y los imaginarios sociales con Trotsky es enorme, si pensamos en figuras por otro lado muy dispares como James Burnham y Perry Anderson, Claude Lefort y Cornelius Castoriadis, Daniel Bensaïd, Michael Löwy, Éric Toussaint y Enzo Traverso, Cyril James (el historiador de Trinidad y Tobago) y Adolfo Gilly, por mencionar los más obvios. Trotsky fue el punto de partida de dos grandes marxólogos del siglo XX: el ucraniano Roman Rosdolsky y el estaounidense Hal Draper. En el terreno del arte, se podría mencionar la huella de Trotsky en escritores surrealistas como André Breton y Benjamin Péret, en los críticos estaodunidendes Edmund Wilson y Dwight McDonald, en la escritora modernista Pagú y al crítico brasileño Mario Pedrosa, en el cineasta Ken Loach, o en los jóvenes André Malraux y Octavio Paz.
En suma, los 80 años del asesinato de Trotsky son una ocasión para ejercitar la memoria más que para una repetición ritual. Creo que lo mejor que podemos hacer en esta ocasión es reponer al sujeto en la encrucijada de la historia y retomar nuestro trabajo de duelo en el reconocimiento de una deuda, una deuda intelectual y moral que los hombres y las mujeres del siglo XXI tenemos contraída con Trotsky.