Una falsa frontera entre la reforma y la revolución. La lucha armada latinoamericana
Nueva Sociedad 180-181 / Julio - Octubre 2002
El tema de la lucha armada para llegar al poder no es un planteamiento que, en este siglo, sea exclusivo de los marxistas, ni siquiera de manera predominante entre ellos. Los primeros en recurrir a esa forma de lucha han sido los «reformistas», así calificados por los marxistas. Después de la Revolución Cubana el tema es centro de discusiones, pero generalmente son los movimientos radicales no comunistas quienes arrastran a los comunistas a la lucha armada. Derrotada la idea de crear «dos, tres Vietnam» en el continente, el único caso de triunfo de un movimiento armado fue nuevamente uno nacional-democrático, la Revolución Sandinista en Nicaragua.
Después del triunfo de la Revolución Cubana, el tema de la «lucha armada» se transformó en el centro de la polémica teórica y la acción práctica en el interior de la «izquierda» latinoamericana. Para sus partidarios, era la línea divisoria entre reformistas y revolucionarios. Para otros, que no se atrevían a enfrentar abiertamente esa opinión (jugaban contra ellos la idea de que la vía armada era una «forma superior de lucha» y el viejo machismo latinoamericano), la lucha armada era una opción entre otras. Por lo general, desde entonces, cuando se habla de «lucha armada», se sobreentiende «guerra de guerrillas» olvidando que ella es apenas una de las formas de esa lucha. Por eso conviene, antes de entrar a cualquier estudio del problema, saber qué se comprende por tal. Para no quedarnos en las generalidades, nos referiremos solamente al siglo XX latinoamericano, y a la lucha por la transformación de la sociedad en un sentido progresista.
Definiciones y antecedentes
En América Latina la lucha armada como respuesta política no es ninguna novedad. Sin hablar de la Guerra de Independencia, no hubo prácticamente sino un país (Chile) que no la empleara sistemáticamente para dirimir sus contiendas internas. En ellas podemos incluir el más grande y prolongado estallido social de este siglo en Latinoamérica: la Revolución Mexicana. Es solo a partir de 1930 cuando en la mayoría de los países de América Latina comienzan los movimientos políticos a reaccionar contra el viejo caudillismo guerrero, y a plantearse programas de liberación económica y transformación social. Nos vamos a referir exclusivamente a ellos; y en particular a lo que ha significado para ellos la lucha armada.
En líneas generales, se puede decir que el recurso a las armas ha tenido dos manifestaciones: la primera es la del pronunciamiento cívico-militar; en segundo lugar, el de una insurrección civil enfrentada al ejército y en general, proclive a disolverlo.
En cuanto a la primera, sin pretender agotar la enumeración, nos vamos a referir a las que nos parecen más características: a) la intentona de Luis Carlos Prestes en noviembre de 1935 en Brasil; b) las autocalificadas «revoluciones» de Guatemala, en octubre de 1944, y de Venezuela, en octubre de 1945; c) la revuelta constitucionalista del coronel Caamaño en Santo Domingo, en 1965 y, antes, las asonadas de Carúpano y Puerto Cabello en Venezuela, en 1962.
Respecto a la segunda, igualmente, no pretendemos agotar la enumeración: a) la revuelta de José Figueres en Costa Rica, en 1948; b) la guerra de guerrillas de Fidel Castro y el «Che» Guevara entre 1956 y 1959; c) la rebelión sandinista en Nicaragua, así como la guerra de El Salvador; d) la insurrección del MNR en Bolivia en 1952; e) los diversos movimientos en Argentina y Uruguay en los años 60-70. Queremos advertir también que si no hemos seguido una rigurosa secuencia cronológica es para acentuar el carácter un poco diferente de estos dos últimos: se trata de movimientos urbanos.
Como vemos, en las luchas armadas de este siglo, a partir de 1930, han estado implicados marxistas y no marxistas. Pero a partir de la fundación de la Internacional Comunista, se tiende, por ignorancia o por interés político, a asociar comunismo e insurrección armada. Por eso conviene dejar clara la relación entre ambas cosas. Cuando en 1919 se funda la III Internacional Comunista, sus estatutos contendrán la siguiente formulación: «La Internacional Comunista tiene como objetivo luchar por todos los medios posibles, incluyendo la lucha armada, para derrocar la burguesía internacional y la creación de una república soviética internacional como un estadio transitorio hacia la abolición completa del Estado».
Hemos subrayado la referencia a la lucha armada por su carácter opcional: ella no es el único medio posible que los leninistas piensan emplear para vencer la dominación burguesa, sino apenas uno de ellos. Se podría decir que en cierto sentido, los comunistas leninianos eran en su formulación más tímidos que Jules Guesde, el jefe del viejo Parti Ouvrier Français de principios de siglo, quien decía: «Estamos dispuestos a tomar el poder, incluso por la vía electoral».
Pero hay algo más en esta definición de la III Internacional. Aunque no se haga ninguna especificación, no hay que olvidar que los leninistas eran ante todo marxistas. Y por lo tanto, así como para ellos la revolución debía ir del centro hacia la periferia, o sea, desde los países industriales avanzados hacia los países que en ese entonces todavía no se llamaban subdesarrollados, de igual manera, la lucha por alcanzar el poder, fuese o no armada, era una lucha urbana; o, si se prefiere, un estallido que debía comenzar en las ciudades y de allí extenderse hacia el resto del país donde el estallido se produjese. Esto tenía una razón muy sencilla, aparte de cualquier consideración teórica: la III Internacional no tenía otra intención que la de «extender a un cierto número de países europeos las lecciones cardinales de la Revolución Rusa», para decirlo con las exactas palabras de Lenin. Por lo tanto, su aplicación del medio de lucha armado no podía ser otro que el que había llevado al poder al partido cuyas luchas ponían como ejemplo al mundo proletario: el bolchevique. Y ese partido no había llegado al poder por medio de la guerra de guerrillas o alguna forma de insurrección campesina, sino por un alzamiento urbano. Y así, cuando la Internacional intenta tomarse a la brava el poder en cualquiera de los países donde cree que han madurado las condiciones para hacerlo, recurrirá a ese medio: no solo en Europa (la «acción de marzo» en Alemania de 1921; la insurrección búlgara de 1923), sino también en China, con la «Comuna de Cantón» en 1927, antes de la sangrienta voltereta anticomunista de Chiang Kai Shek.
Pero desde el inicio, la Revolución China va a cambiar todos los esquemas de la lucha revolucionaria, y esto antes de la «Gran Marcha» que dará a la «lucha armada» un sentido muy preciso que conserva hasta nuestros días, y diferente del leniniano. En 1928, ante el VI Congreso de la Internacional Comunista, Nikolai Bujarin plantea la relación entre el mundo colonial y el mundo capitalista industrial, motejando a los países que forman el primero como «los distritos rurales» del mundo, como «el campo mundial»; en oposición a los que, en el segundo caso, forman los «distritos urbanos» del mundo, la «ciudad mundial». Ya comienza aquí a perfilarse lo que será el desarrollo de la Revolución China primero y, luego, la irradiación de su ejemplo para el mundo colonial: un ejército de campesinos asediando las ciudades.
Después de la «Gran Marcha», comienza a tomar cuerpo teórico su ejemplo. Pero con todo, no solamente el chino era un proceso revolucionario lejano y aislado, sino que era difícilmente perceptible en su especificidad, por su empeño en verse a sí mismo, muy ortodoxa, muy «cominternianamente», como una extensión de la Revolución Rusa: todavía no se hablaba de «zonas liberadas», sino de «zonas soviéticas»; el ejército de Mao Tse-tung no era de liberación popular, sino «Ejército Rojo». Pero hay algo más: si de ejemplo de lucha armada se trataba, la Internacional tenía uno que ofrecer a sus partidarios, mucho más cercano (nos estamos refiriendo, por supuesto, a América Latina), más comprensible por diversas razones, y más fácilmente clasificable dentro de las casillas teóricas de la internacional leninista: la guerra de España. Si de «lucha armada» se trataba, ahí estaba entonces el ejemplo de los republicanos españoles, de los «rojos», como los llamaba la propaganda enemiga.
Cuando en octubre de 1949 se proclame la República Popular China; cuando los nombres de Mao Tse-tung, Chou Teh, Chou En-lai y, en menor grado, Liu Shao Chi, Teng Hsiao-ping y Lin Piao comiencen a hacerse populares fuera de los ambientes comunistas, el concepto de «lucha armada» comenzará a tener una traducción casi única: guerra de guerrillas. Pero en América Latina no será ningún comunista, sino un revolucionario nacional-democrático y en sus comienzos ligeramente teñido de anticomunismo, quien pondrá esa traducción en el roman paladino de una praxis victoriosa, para utilizar la jerga de los marxistas gramscianos: Fidel Castro Ruz.
¿Quién es más radical: un reformista o un revolucionario?
En los años 60, en los sectores más radicales de la izquierda latinoamericana, comenzó a instalarse, con las irrebatibles características de un dogma revelado, la idea de que lo característico del revolucionario era la lucha armada; y la pacífica, cosa de reformistas. Que la frontera entre el reformismo y la revolución pasaba por la lucha armada. Por supuesto que decirlo era ignorar, voluntariamente o no, toda la historia latinoamericana del siglo pasado.
Pero sobre todo, era ignorar la historia latinoamericana de este siglo. La más simple visión panorámica de ella nos dice que no solamente esa frontera no se sitúa allí, sino que quienes más –y más exitosamente– han empleado la lucha armada como recurso para llegar al poder no han sido revolucionarios, sino reformistas (esto porque estamos aceptando la premisa de considerar revolucionarios a los marxistas, por ser marxistas quienes hacen aquella división, quienes trazan aquella frontera).
Hasta los años 60, y con dos excepciones muy peculiares a las cuales nos referiremos después, el recurso a la lucha armada no fue cosa de marxistas, sino todo lo contrario: de no marxistas y hasta de antimarxistas. Hay diversas formas de esa lucha armada, y hay también ciertas diferencias en el alcance, la radicalidad de esos diversos movimientos.
El primero y tal vez el más famoso de tales movimientos está a medio camino entre el marxismo y lo que a falta de mejor definición podríamos llamar no marxismo. Se trata de Augusto César Sandino, a finales de los años 20. Aunque Sandino mismo no era marxista, y no llegó a serlo nunca, su revuelta estuvo apoyada por los comunistas, provocó manifiestos y movimientos de solidaridad de la III Internacional, y en un momento llegó a ser el centro de las campañas organizadas por la Liga Antiimperialista, organismo del Frente Único que el Comintern no solo controlaba, sino que dinamizaba a través de la dirección de uno de sus militantes más admirados por su extraordinaria capacidad como organizador y propagandista: Willy Münzenberg. La de Sandino era una guerra de guerrillas clásica, precursora no solamente de la Revolución Cubana, sino también de la Revolución China. Por los mismos años, otro no marxista (quien después llegó a serlo), Luis Carlos Prestes, llevaba a cabo su «Gran Marcha» avant la lettre.
En segundo lugar, hay que colocar a un movimiento reformista que fue bastante lejos en sus realizaciones, pero que a diferencia del anterior, no solamente estaba dirigido por alguien que, como José Figueres, profesaba un violento anticomunismo, sino que el gobierno que enfrentaba y al que finalmente derrotó, fue defendido también con las armas en la mano por el Partido Comunista de Costa Rica, Vanguardia Popular. Tal vez sea posible decir que este es el ejemplo más clásico del recurso a la lucha armada por el reformismo no solamente no marxista, sino abiertamente anticomunista. Figueres, durante la guerra civil como después de su triunfo, empleó en la forma más ortodoxa el lenguaje de la Guerra Fría.
En tercer lugar, por sus características especialmente radicales, hay que situar la insurrección del MNR en Bolivia en 1952. La Revolución Boliviana se podía inscribir en el modelo de lo que el propio Comintern había definido como «revolución agraria-antiimperialista», pues sus dos postulados fundamentales, sus dos grandes momentos, estuvieron signados por la reforma agraria y la nacionalización de las minas de estaño. Además, la insurrección «movimientista» (como la llamaban los propios bolivianos) tuvo dos características particularísimas, y que la transformaron en el movimiento más radical que hasta entonces hubiese conocido América Latina: su carácter violentamente antioligárquico (cosa que no era nada nueva en América Latina) y su antimilitarismo, que la llevó a la disolución del ejército. Pero también tenía otra característica, y en mayor grado, si cabe, que en la insurrección figuerista: el MNR era un movimiento profundamente anticomunista. El anticomunismo de los «movimientistas» tenía, aparte de la tradicional rivalidad en el interior de la izquierda latinoamericana entre «cominternianos» y nacional-reformistas (o nacional-revolucionarios), dos razones particulares a la situación boliviana. La primera era que los «comunistas» (las comillas provienen del hecho de que no había un PC oficial en Bolivia, y no lo hubo hasta después de 1952) se habían comprometido muy a fondo con el establishment político anterior al triunfo de la Revolución de 1952; y que ese compromiso los había llevado a sumarse al coro de quienes, durante la guerra, acusaban al gobierno de Villarroel (uno de los próceres del MNR, derrocado y colgado en 1946) de «fascista» y otras lindezas del lenguaje comunista de la época. La segunda razón es que, como es corriente en esos casos, la oligarquía boliviana acusaba al MNR de «comunista», lo que hizo que, por reacción, este buscase profundizar su retórica anticomunista, al punto de que hubo militantes suyos que no desdeñaban participar en uno de esos congresos anticomunistas donde se reúne muy de tarde en tarde la más antediluviana e irrisoria derecha del continente.
A partir de 1948 se desarrollará un proceso que tiene a la vez las características de estallido social, mayormente agrario, de simple autodefensa, como respuesta popular a la violencia armada de la oligarquía; y guerra guerrillera clásica, hablando en términos militares. Nos referimos al confuso movimiento que, a falta de mejor, se conoció en Colombia como «la violencia». Se trata de una de las guerras civiles más prolongadas y por su extrema crueldad, más pavorosas en la historia del continente. Si lo hemos situado en esta parte de nuestra exposición, es porque, en la medida en que tuvo algún signo ideológico preciso, fue la que le imprimió el Partido Liberal, porque liberales fueron en principio sus dirigentes, si bien más tarde se le incorporó un no despreciable contingente de militantes comunistas.
Finalmente, el más espectacular y exitoso ejemplo del recurso a la lucha armada por parte de un movimiento revolucionario no marxista (o reformista, para emplear el lenguaje que en la época usaban frente a él los comunistas) es el movimiento de Fidel Castro, el 26 de julio. Castro utilizó dos formas de lucha armada; la primera lo condujo a un sangriento fracaso, la segunda a la victoria. El asalto al Cuartel Moncada, en julio de 1953, fue una acción suicida, pero no extraña a las tradiciones latinoamericanas: había sido intentada por el APRA desde 1931, y también, con más éxito, por el MNR. Hay que decir que ella se combinaba con otra forma de lucha armada que no era muy corriente en América Latina, con excepción precisamente de Cuba: el terrorismo a la manera anarquista de la «propaganda por la acción», practicada sobre todo por la «Joven Cuba» en los años 30, y también por algunos fidelistas.
La epopeya del Granma y de la Sierra Maestra es demasiado conocida para que insistamos en ella. Pero sí queremos volver sobre un hecho: el Fidel Castro que sube a la Sierra nada tiene de marxista y muchísimo menos de comunista a la salsa soviética y «cominterniana». Independientemente de su origen social –nada tenía de proletario y era algo más que un pequeño burgués acomodado– y político (provenía del Partido Ortodoxo, partido fundado por uno de los más desaforadamente anticomunistas de los líderes reformistas cubanos, Eduardo Chibás), Castro tenía una razón histórica para desconfiar de los comunistas: ellos habían sido hasta ministros de Batista en su primer gobierno. Y la revolución de Castro tenía sobre todo un objetivo: contra Batista. De quienes le seguían como lugartenientes, el más profundamente influido por el marxismo era el «Che» Guevara; pero sus inclinaciones iban más del lado del trotskismo que del stalinismo. Y en cuanto a Raúl Castro, se trata de un caso especial, del cual podemos hablar porque lo conocimos y hablamos varias veces con él en marzo de 1953 (esto es, seis meses antes del asalto al Moncada) en Viena y Bucarest. Tenía la misma procedencia política de su hermano: el Partido Ortodoxo de Chibás, pero había sido más influido por los comunistas: de hecho, cuando lo conocí estaba participando en una Conferencia por los Derechos de la Juventud organizada por los comunistas, de la cual yo mismo era delegado. A su regreso, pasó por Venezuela, y al llegar a Cuba fue encarcelado, momento que escogió para dar su adhesión a la juventud comunista. Pero el PC era en ese momento violentamente antiputschista. De modo que cuando Fidel lo invita a la aventura del Moncada, Raúl debió escoger entre dos fidelidades: al PC (o PSP, como se llamaba entonces), o a su hermano; ya sabemos el resto. Al final del proceso, se incorporaron a la guerrilla algunos militantes y dirigentes comunistas: Risquet Valdés, Pablo Rivalta y el más famoso de todos, Carlos Rafael Rodríguez; pero todo eso no pasó de ser visto como iniciativa individual o, peor aún, en ciertos casos como un «castigo» impuesto por el PC a ciertos militantes particularmente díscolos. Y si Fidel aceptaba comunistas en su guerrilla era entre otras cosas porque nadie lo iba a sospechar a él ni a los suyos de comunismo. Sin contar que, del propio Fidel, incluso entre quienes lo tomaban más en serio, no había muchos que pensasen que su triunfo iba a ser tan rápido y tan aplastante. Pero hay algo más: si en aquel momento alguien pensó en seguir su ejemplo para combatir las tiranías que colmaban el mapa del continente, no fueron precisamente los comunistas.
Poco antes del derrocamiento de Pérez Jiménez, Rómulo Betancourt confió a algún periodista latinoamericano que, de fracasar en su intento de desplazar del poder al dictador venezolano por medio de una combinación como la que había tenido éxito en Perú o acaso en Colombia, su partido estaba dispuesto a «seguir el camino de Fidel Castro». Este último era, pues, un héroe del reformismo, no del comunismo.
Veamos ahora, en segundo lugar, cuál ha sido la actitud de los comunistas «ortodoxos» frente a la lucha armada. Se puede hablar de dos grandes periodos: antes y después de la Revolución Cubana.
No hay sino dos ejemplos de intentonas armadas de los comunistas latinoamericanos antes de los años 60: la insurrección de El Salvador en 1932 y la de Prestes en Brasil, en 1935. Antes de referirnos a ellas en lo particular, tal vez convendría hacer algunas consideraciones más generales. Aunque, como lo hemos visto, el recurso a la lucha armada estaba incluido en el proyecto leninista de revolución mundial, los comunistas latinoamericanos nunca han sido muy proclives a emplearla. En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, ello podía deberse a un hecho fácilmente comprobable: ni aun al más «sarampionoso» de sus militantes (algunos de los cuales, sobre todo en Brasil, provenían del anarquismo) podría ocurrírsele que, entre los años 20 y 30, aquellos grupúsculos pudiesen tener, ni en sueños, la más pequeña posibilidad de éxito si recurrían a las armas para derrocar al imperio burgués. Los comunistas, desde la fundación de la Internacional hasta los años 30, no eran vistos por Moscú, y no se veían ellos mismos, sino como simples agitadores y propagandistas del marxismo y del leninismo. Lo cual no quería decir, sino todo lo contrario, que su trabajo fuese menos riesgoso que el de quien se comprometía en una insurrección. A mediados de los años 30, después del VII Congreso de la Internacional, los comunistas no solo salen del «tercer periodo» sectario y en cierto modo insurreccional, sino que abandonan en la práctica lo que hasta entonces era, a la vez, el alfa y el omega de la Internacional: el objetivo de la revolución mundial. A partir de entonces, también, la actitud de los comunistas hacia la lucha armada ha sido de desconfianza, de condena, de anatema contra el «putschismo» que, con el apellido de «pequeño-burgués», llegó a convertirse en un insulto en la jerga comunista de los años 50.
Pese a haber sido organizada por un confeso miembro de la III Internacional, Agustín Farabundo Martí, la insurrección de El Salvador en 1932 solo debe ser calificada de «comunista» después de muchas aclaratorias y precisiones. No solamente no hay indicios de que la dirección de la Internacional haya participado en su desencadenamiento y dirección, sino que fue en cierta forma condenada por el Comintern, si se puede considerar como opinión oficial un editorial de la publicación norteamericana The Communist.
Lo de El Salvador debe ser considerado más bien como una iniciativa atribuible al recién constituido Partido Comunista de El Salvador; y también como un coletazo de la rebelión de Sandino en Nicaragua. Para basar esto último conviene recordar dos cosas: la primera es que Martí había sido compañero de Sandino en su guerrilla, y, por otra parte, que pocos minutos antes de ser fusilado, Martí escribió una hermosa carta donde calificaba a Sandino como «el primer gran patriota del mundo» y lo lavaba de toda acusación de corrupción. Acusación que habían hecho, ni más ni menos, los propios comunistas quienes, en un suelto de Izvestia reproducido en el órgano de la Internacional, habían acusado a Sandino de haberse vendido por 60.000 pesos.
El otro momento insurreccional de los comunistas antes de la Revolución Cubana fue la intentona de noviembre de 1935 en Brasil. Para los comunistas era extremadamente difícil negar que fuese suya la iniciativa de esa insurrección: su jefe, Luis Carlos Prestes, acababa de ser electo miembro del Comité Ejecutivo de la Internacional, en el VII Congreso. Arthur Ewert, quien con el seudónimo de «Harry Berger» codirigió la insurrección, era un cuadro del Comintern de su más grande confianza, y había sido miembro entre otras cosas del grupo comunista en el Reichstag alemán. Rodolfo Ghioldi, fundador y colíder del PC argentino, era también miembro de la dirección de la Internacional. Y sin embargo, pese a todo eso, un estudio a fondo del proceso insurreccional de 1935 nos ha llevado a la conclusión de que más que una insurrección comunista, se trató de un pronunciamiento prestista. Más que llevar a Prestes y a su gente a la insurrección, los comunistas se dejaron arrastrar por Prestes a la aventura. Por eso, quien trate de comprender los acontecimientos de 1935 como un resabio del anterior «tercer periodo» de la Internacional previo a 1935, o como un desarrollo del Frente Único Antiimperialista preconizado desde entonces, corre el riesgo de no entender mayor cosa.
Habrá que esperar hasta el triunfo de la Revolución Cubana para que se abra un nuevo periodo de discusión teórica y de práctica de la lucha armada entre los marxistas del continente.
De la «década terrible» al triunfo sandinista
A medida que la Revolución Cubana fue radicalizándose; a medida que el enfrentamiento con Estados Unidos se hizo más profundo e irreconciliable; a medida del simétrico acercamiento de Cuba y la Unión Soviética; después de la visita de Mikoyan a La Habana y, sobre todo, después de Playa Girón y la declaración de Fidel Castro de que su revolución era marxista-leninista, el comunismo latinoamericano se hizo apasionadamente fidelista: la expresión «castro-comunismo», acuñada entre otros por Betancourt, parecía responder a una realidad ya desde entonces inamovible.
Y por supuesto, comenzó entre los comunistas latinoamericanos a hacer su camino la idea de que la lucha armada no era solamente «una» vía entre otras, teóricamente aceptable, sino la vía para llegar al poder. Pero eso no sucedió sin que se produjesen diversas situaciones en el ámbito de los marxistas latinoamericanos. La primera es que esa idea llegó al comunismo «desde afuera», es decir, a partir de grupos y organizaciones radicales, procastristas, pero no adherentes al comunismo ortodoxo u oficial. La segunda, que ella produjo un corte bastante serio, si no profundo, en el interior de los partidos comunistas, en parte porque se inscribió en el ambiente del gran cisma, o sea, la rivalidad entre chinos y soviéticos por la dirección del movimiento comunista internacional. La tercera, que solamente dos partidos comunistas «oficiales», el venezolano y el guatemalteco, aceptaron abiertamente la lucha armada como su vía privilegiada para el acceso al poder.
En cuanto a lo primero, casi inmediatamente después de la llegada de Fidel a La Habana comenzaron a florecer en toda América Latina movimientos que buscaban imitarlo: uno de los primeros en intentarlo fue un político panameño de apellido muy conocido allí, y además muy acaudalado. La aventura terminó con la parálisis casi total de su cuerpo abaleado, y con la cobertura que la prensa internacional dio al asunto, más que por él o por los sucesos, por la personalidad de su esposa, la famosa bailarina Margot Fonteyn. Pero a medida que el marxismo-leninismo fue convirtiéndose en la doctrina oficial del régimen cubano, una serie de pequeños grupos, integrados generalmente por estudiantes, comenzaron a buscar la forma de forzar la mano al comunismo latinoamericano, con la esperanza de hacer de él lo mismo que Fidel Castro había hecho del cubano. De todos, los que mayor influencia llegaron a tener fueron las organizaciones integradas por desprendimientos de grandes partidos reformistas del continente: el MIR peruano y el MIR venezolano. Este último pasó a ser el más importante en el desarrollo del proceso de la lucha armada o, para que se nos entienda bien, en el desarrollo del proceso de llevar a los comunistas a asumir la lucha armada como medio principal de acceso al poder. Obligar a los comunistas a tomar esa vía tenía dos objetivos y podríamos decir dos ventajas: una, la de arrastrar a la lucha armada por el poder a un contingente humano disciplinado y coherente; dos, nada desdeñable, que detrás de los comunistas, se suponía que estuviesen la URSS y la República Popular China, lo que significaba ilimitadas posibilidades de financiamiento (las armas no se regalan ni se fían, ni se «arrancan al enemigo» en parte apreciable); y la protección del «paraguas atómico» que había permitido a Cuba llegar hasta donde había llegado.
Pero por supuesto, todo ese proceso no se iba a producir sin fisuras en un movimiento comunista como el latinoamericano, acostumbrado desde los años 40 a buscar el camino pacífico de la «unidad nacional». El problema se complicó cuando a la discusión sobre la vía pacífica o la vía armada para el acceso al poder se le agregó un elemento a la vez pasional y práctico: la pelea entre los comunistas chinos y los soviéticos. En un momento dado, parecía casi axiomático que estar con la lucha armada era adoptar «las pasiones chinas».
Por supuesto que las cosas no eran tan sencillas, sobre todo después de la pelea entre los chinos y los cubanos. A partir de cierto momento, a los chinos comenzó a interesarles menos el que los PC de América Latina escogiesen o no el camino armado para llegar al poder, como que mostrasen su disposición a seguir la política exterior china, y dado el caso, a formar una nueva internacional comandada por el PC chino. Al final los chinos no tuvieron mucho éxito, tal vez por haberse peleado con los cubanos.
Pero en general, además, pocos partidos comunistas del continente tomaron la tesis de la lucha armada como suya. Aunque nadie se atreviese a condenarla abiertamente, porque había una posición de principios expresada, como hemos dicho, en los estatutos de la III Internacional; y porque se estaba acaso escaldado de los desastrosos resultados de la lucha contra el «pustchismo» previa al triunfo de los fidelistas. Las dos excepciones más relevantes fueron el PC de Venezuela y el de Guatemala. El primero quiso combinarlo durante cierto tiempo con un prudente silencio en torno del conflicto chino-soviético, menos para evitar escisiones en su seno que para asegurarse el apoyo de los dos grandes del comunismo. El guatemalteco, en cambio, nunca parece haber dejado de ser abiertamente prosoviético, aun en pleno proceso de lucha armada. Hay que mencionar también al PC de Colombia, pero allí se trataba, más que de una cuestión de principios, de la aceptación de un fait accompli: en ese país las guerrillas, y el apoyo comunista a ellas, son anteriores a la Revolución Cubana.
Con la anuencia pues, si no con el apoyo entusiasta de los comunistas, la lucha armada conoció en los años 60 su momento culminante y también su fracaso estrepitoso. En 1962, el PC de Venezuela y el MIR se lanzan a la insurrección empleando tres formas de lucha: el terrorismo urbano (pero nunca el «terrorismo ciego» tipo palestino); la guerra de guerrillas, y el «pustch» cívico-militar. Por lo menos la primera y la última habían sido condenadas previamente por los comunistas casi como la abominación de la desolación.
No es nuestra intención hacer una relación de los brotes de violencia armada en todo el continente en esos años. Pero se puede decir que en toda América Latina se planteó la cuestión, si no se resolvió siempre en acciones prácticas. Y que entre 1960 y 1965 se mineralizó el dogma «lucha armada igual revolución; lucha pacífica igual reformismo». Pero hacia el final de la década, a causa de los testarudos fracasos, las diversas formas de la lucha armada fueron perdiendo terreno: el repliegue de los comunistas venezolanos; las sucesivas derrotas de los tupamaros uruguayos y los montoneros argentinos (esto en la década siguiente); y, sobre todo, la muerte del «Che» Guevara en la selva boliviana fueron elementos muy importantes de ese proceso, podríamos decir regresivo, de la lucha armada revolucionaria. Pero tal vez lo más importante de todo haya sido la oposición de la URSS y el correlativo desinterés de Cuba por «exportar» su revolución hacia el resto del continente.
Desde entonces, lo que se ha conocido en el movimiento armado ha sido sobre todo la atomización, la autofagia y las discusiones interminables que en buena parte no han pasado del nivel puramente académico: que si el triunfo de los vietnamitas se debió a la lucha armada, etc.
Hay una excepción, con la cual queremos concluir este ensayo: la guerra de Nicaragua. Cuando se creía que la lucha armada había sido derrotada definitivamente en el continente, se produce el triunfo de la Revolución Sandinista y el casi impensable desarrollo de la guerra de guerrillas en un país tan pequeño y aparentemente bien vigilado como El Salvador.
Ninguna revolución se parece exactamente a otra y así, por mucha similitud que pueda tener con la cubana, la Revolución Sandinista tiene también rasgos diferenciadores que no solamente le dan su especificidad, sino que en gran parte contribuyeron a su triunfo. Sin embargo, veamos primero alguna similitud. Tal vez la primera de ellas es que, una vez más, son revolucionarios de fuera de las filas del marxismo ortodoxo quienes se lanzan a la lucha armada y, al final, no es que arrastren a algunos comunistas a practicarla, como en el caso cubano, sino que prácticamente «succionan» al Partido Socialista Nicaragüense (nombre oficial del partido comunista) un buen grupo de desencantados militantes jóvenes. La actitud del PC nicaragüense fue peor, muchísimo más torpe que la de sus camaradas cubanos. Cuando más arriba decíamos que, por lo menos en los años 60, la mayoría de los comunistas latinoamericanos podían sentirse escaldados con su propio y virulento antiputschismo previo al triunfo de Fidel Castro, el nicaragüense no parecía haber aprendido la lección, y repitió ad nauseam las torpezas de lenguaje de sus camaradas en épocas pasadas. También los militantes del Frente Sandinista de Liberación Nacional podían, y con bastantes razones, acusar a los comunistas de «colaboracionistas» con el régimen somocista (separando, por supuesto, cuánto hay en todo esto de verdad y cuánto de polémico).
Pero el éxito de la lucha armada sandinista tiene también sus rasgos específicos, y queremos referirnos a tres de ellos, para situarla dentro de la perspectiva que estamos adoptando en estas cuartillas. El primero de ellos es el carácter extremadamente reaccionario, oscurantista, de la oligarquía centroamericana (no solamente nicaragüense). Ni siquiera en un país que no carece de tradiciones dictatoriales, como Venezuela, ni mucho menos en la Cuba prerrevolucionaria, se ha presentado una situación semejante. La furia asesina que en Centroamérica (tal vez la excepción sea Costa Rica) provocan no solamente la mención al comunismo o socialismo, sino términos tan aceptados como sindicato, reforma agraria, reforma tributaria y, lo más increíble de todo, alfabetización, ha llevado a la creación de esas organizaciones paramilitares cuya actuación ha superado, en permanencia y crueldad, a las que se han formado en el Cono Sur e incluso en Colombia: el asesinato de monseñor Romero es apenas una pequeñísima punta de un iceberg sangriento. Eso ha traído como consecuencia que la oposición más radical no tema ser motejada de «comunista», pues sabe que hasta la más moderada también lo será. Hay que ver cuánto podía significar eso en términos de irradiación de la influencia del FSLN y del correlativo aislamiento de la dinastía somocista: no existía un colchón protector a medio camino entre los dos grupos combatientes.
En gran parte como consecuencia de lo anterior, hay un rasgo distintivo de la lucha armada nicaragüense y es la presencia activa de los cristianos en ella. No se trata de que hayan peleado laicos cristianos: en América Latina, hasta los más ateos de los militantes lo son. Tampoco son lo que Jean Paul Sartre hubiese llamado chrétiens de service, es decir, algún curita que de tiempo en tiempo mostraban los comunistas para dárselas de amplios y «mano tendida». Se trata de algo más profundo y peculiar: militantes cristianos que, en su apostolado social, se vieron a la vez profundamente implicados en la miseria y en las luchas del «pueblo de Dios» y empujados a la acción revolucionaria por la cerrazón oscurantista de la oligarquía.
Pero tal vez el rasgo más propio, específico de la Revolución Sandinista es, desde el inicio, su carácter de guerra nacional de independencia. En los años 60 del siglo pasado, el presidente venezolano Antonio Guzmán Blanco trazó una línea divisoria entre «sus» liberales y los conservadores. Los suyos eran los descendientes de los libertadores, mientras que los de la acera de enfrente eran descendientes de los realistas o «godos». Pero esa podía ser tachada de una afirmación huecamente retórica. Otra cosa hubiese sido si Bolívar hubiese muerto antes de rematar la Independencia, y Morillo hubiese instalado una dinastía en Venezuela. Si los liberales hubiesen llamado al suyo en esas condiciones «partido bolivariano», la cosa hubiese sido muy clara. Fue lo que sucedió en Nicaragua. Los sandinistas, que tomaron la bandera de liberación nacional de Sandino, combatían a la dinastía Somoza, la misma que habían dado los norteamericanos en el poder.