Urgencias en la América Central del bicentenario
Nueva Sociedad 300 / Julio - Agosto 2022
¿Está hoy América Central mejor o peor que hace dos décadas respecto de la salud de la democracia? ¿Hay algo que festejar en estostiempos de bicentenario? ¿Cuáles son los retos más urgentes que enfrentan los países centroamericanos en los próximos años? Algunas de estas preguntas permiten trazar un panorama de los problemas y los desafíos de la región en tiempos de crisis política, sanitaria, migratoria y ambiental, sin olvidar la crisis de la democracia.
Antes de empezar un análisis sobre América Central, creo relevante formular tres preguntas que seguramente se hacen muchas personas: ¿está hoy la región mejor o peor que hace un par de décadas respecto de la salud de los regímenes democráticos?; ¿hay algo que festejar cuando se celebra la efeméride del bicentenario de la independencia de las repúblicas centroamericanas?; y, finalmente, ¿cuáles son los retos más urgentes que enfrentan los países centroamericanos en los próximos años?
De estas tres cuestiones, la más fácil de responder es la segunda: hay poco que celebrar. La región, en los últimos años, se ha visto inmersa en una triple crisis. Una de carácter político, debido a una manifiesta involución democrática; otra humanitaria, fruto del impacto de la pandemia de covid-19 y del cambio climático; y una tercera como consecuencia del incremento de la movilidad humana generada por múltiples injusticias, vulnerabilidades y violencias. Respecto de las otras dos preguntas, la primera y la tercera, trataremos de responderlas a lo largo del texto.
Un apunte sobre la (teorización de la) democracia en América Central
No es ninguna sorpresa que a lo largo de los últimos años las cinco repúblicas centroamericanas han experimentado notables turbulencias políticas que, en cuatro de ellas, han derivado en una persistente erosión democrática. En este sentido, a lo largo de las últimas tres décadas, el paradigma que ha servido de base para analizar los sistemas políticos en cuestión ha mutado considerablemente. Si en la década de 1990 se interpretaba la transformación de regímenes autoritarios hacia la democracia liberal a partir de los estudios sobre transiciones –era una época en la que abundaban los «transitólogos»–, posteriormente llegaron las discusiones sobre la consolidación (o no) de las nuevas democracias. Al constatar que los nuevos regímenes no cumplían con las características mínimas de un sistema poliárquico, los estudiosos empezaron a añadir adjetivos a las democracias, y así nació un rosario de conceptos que muchas veces eran casi un oxímoron, a saber, «democracias delegativas», «democracias débiles», «democracias inciertas», «democracias reaccionarias»…
Entrado el siglo xxi, cambió la mirada hacia estos sistemas y se quiso analizar empíricamente sus características; hicieron entonces fortuna– y continúan haciendo– los estudios sobre la «calidad» de las democracias. Los criterios utilizados para construir el concepto son varios y en general estandarizados, siempre partiendo de una base empírica –si bien no siempre hay consenso sobre qué variables incluir y utilizar– sobre elementos como las libertades civiles, las elecciones limpias, los derechos individuales y colectivos, la protección del disenso, la separación de poderes, etc. En general, sin embargo, están presentes tres dimensiones: las que evalúan el estado de los derechos civiles, las relacionadas con la participación y la competencia política, y las vinculadas a los contrapesos efectivos al poder. En estos estudios, siempre comparados, los cinco países centroamericanos –con la excepción de Costa Rica– han estado a la cola de América Latina, y retrocediendo. Tanto es así que, a menudo, los regímenes de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua han sido calificados como regímenes híbridos por combinar elementos propios de sistemas democráticos y autoritarios.
Pero el tema en cuestión ha dado un giro durante el último lustro, fruto de tendencias políticas preocupantes que se han extendido en la región, como la quiebra de los sistemas de partidos y la aparición de plataformas políticas personalistas, la volatilidad electoral, la polarización política y el uso de nuevas tecnologías para difundir fake news.
Por primera vez desde la llegada de los regímenes democráticos a América Central, en la actualidad hay voces que cuestionan abiertamente el sistema. Este momento es, sin duda, un punto de inflexión en el cual el modelo democrático, su legitimidad y potencial se encuentran en discusión. Existen cuestionamientos a los sistemas de representación y a la legitimidad de los actos de gobierno y de las instituciones políticas. Por ello, en el debate académico actual se ha empezado a teorizar (y no solo en América Central) «cómo mueren» las democracias. Así, los estudios sobre desdemocratización tienen hoy tanto sentido como lo tuvieron hace 30 años aquellos sobre transiciones. Son estas reflexiones las que pueden arrojar luz, por ejemplo, sobre la involución política experimentada en Nicaragua desde 2007 pero, sobre todo, desde 2018.
Como es sabido, desde la vuelta al poder de Daniel Ortega en 2007, se ha ido instaurando en el país un régimen personalista que, si al inicio podía calificarse de híbrido, desde abril de 2018, cuando fue desafiado en las calles, ha derivado en un sistema autoritario cerrado y represor1. Esta lógica de perpetuación en el poder del clan Ortega tuvo su último episodio en enero de 2022, cuando simuló una plácida victoria electoral con la que iniciar un cuarto periodo presidencial consecutivo. Esta victoria, sin ningún tipo de legitimidad interna ni externa, fue el resultado de un incremento en el control de la gobernanza electoral y de una intensa y sistematizada actividad represiva desplegada desde mediados de 2018 y que pervive al momento de escribir este artículo.
De todos modos, los problemas políticos en la región no son exclusivos de Nicaragua. Las instituciones políticas en Honduras, El Salvador y Guatemala también han experimentado un notable deterioro. La política en Honduras ha estado sometida a una degradación desde el golpe de Estado orquestado contra Manuel Zelaya en 2009 para poner en su lugar al político liberal Roberto Micheletti. En los comicios de fines de 2009, así como en los siguientes de 2013 y 2017, ganaron los candidatos del tradicional Partido Nacional, Porfirio Lobo Sosa y Juan Orlando Hernández, siendo este último reelegido previa reforma constitucional. Durante los dos mandatos presidenciales de Hernández el país estuvo sometido a una fuerte polarización política, a casos de corrupción por vinculaciones entre el narcotráfico y la clase política, y a la compleja labor desempeñada por la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (maccih), operativa entre enero de 2016 y diciembre de 2019 y a la que no se le renovó el mandato para un nuevo periodo, tal como reclamaba la Organización de Estados Americanos (oea).
El 28 de noviembre de 2021, en las elecciones presidenciales, legislativas, locales y al Parlamento Centroamericano, ganó el Partido Libertad y Refundación (libre) con la candidata a la Presidencia Xiomara Castro, esposa del depuesto Zelaya. Con ello, por primera vez en la historia de Honduras una mujer se sitúa al frente del Poder Ejecutivo y como jefa de Estado. Se rompió además el bipartidismo entre el Partido Liberal y el Nacional que había dominado la política hondureña durante décadas. Sin embargo, a pesar de la llegada de un nuevo titular a la Presidencia de la República, los primeros pasos del nuevo gobierno se vieron manchados por escándalos de transfuguismo en el Congreso Nacional y por la continuidad de la violencia y la polarización en el país.
En cuanto a la situación de El Salvador, la tensión entre el gobierno y la oposición, además de la violencia callejera, también han sido la norma. En este país hubo elecciones legislativas y municipales en febrero de 2021. En ellas, el actual presidente Nayib Bukele impulsó una formación afín conformada por familiares y allegados llamada Nuevas Ideas. Este nuevo partido consiguió imponerse con claridad frente a las fuerzas de derecha e izquierda que habían articulado la vida institucional desde los Acuerdos de Paz de 1992: la Alianza Republicana Nacionalista (arena) y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln). Estos comicios, como sucedió en Honduras, dieron al traste con el bipartidismo tradicional, si bien esta «renovación» no necesariamente indica medidas políticas más consensuadas ni un mayor respeto a la democracia.
Los hechos más bien indican lo contrario. Desde la llegada al poder de Bukele, en junio de 2019, su mandato ha estado dominado por un estilo personalista muy apegado al uso de las redes sociales y por su entente con los sectores del Ejército más suspicaces respecto de los Acuerdos de Paz de 1992, así como por episodios que dan cuenta de la recreación millennial de una especie de populismo punitivo.
En Guatemala también ha habido un clima de deterioro institucional, siendo el tema principal de la agenda política la corrupción, sobre todo desde la expulsión en 2019 de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (cicig), que se interpretó como un «pacto de corruptos». Tal «pacto» supuso la cooptación definitiva por parte de la clase política del Poder Legislativo, el Poder Judicial y la Corte de Constitucionalidad, hecho que significó un retroceso en materia de transparencia, de justicia y de lucha contra el crimen organizado. Costa Rica, en este contexto, es una relativa excepción, si bien la inestabilidad y la incertidumbre política también se ha enquistado. No por casualidad, la campaña para las elecciones presidenciales y legislativas de 2022 estuvo enmarcada por los temas de la corrupción, el nepotismo y la crisis económica y por denuncias personales entre los candidatos. Los dos postulantes que llegaron a segunda vuelta fueron el ex-presidente José María Figueres por el tradicional Partido Liberación Nacional (pln) y Rodrigo Chaves, ex-ministro de Hacienda y antiguo funcionario del Banco Mundial, a través de la joven formación Partido Progreso Social Democrático (ppsd). Este último resultó ganador con 52,84% de los votos y deberá gobernar con una Asamblea Legislativa altamente fragmentada y el apoyo de tan solo nueve escaños de los 57, y sin una verdadera estructura partidaria. En este sentido, Costa Rica incursiona en un periodo de «gobierno dividido», con un líder outsider que deberá afrontar una economía con 23% de la población sumida en la pobreza, una deuda pública que equivale a 70% de su pib y altas cotas de desconfianza hacia los políticos. Una desconfianza que ayudó a Chaves a llegar a la Presidencia, pero que quizás dificulte su permanencia.
En este contexto, el modelo democrático liberal, tal como lo conocemos, se está resintiendo. Los argumentos que apelan al paradigma de la eficiencia en temas como la lucha contra el crimen, el crecimiento económico o el manejo de crisis (sean estas climáticas o sanitarias) están revalorizando conductas autoritarias. La baja credibilidad de los políticos y de las instituciones representativas, y la mala prensa de los actores políticos tradicionales, como los partidos y los sindicatos, constituyen críticas directas al modelo democrático.
En América Central, las democracias han costado mucha sangre y han sido fruto de largos años (décadas, mejor) de luchas. Hasta la fecha, a pesar de todos los errores, los fallos, la frustración y la mediocridad, nadie se ha atrevido a negar abiertamente la democracia, si bien algunas encuestadoras han ido señalando que entre la ciudadanía de El Salvador, Honduras y Guatemala la preferencia por un gobierno autoritario ya rebasa el 50% de la población. De lo expuesto se deriva la respuesta a la primera pregunta planteada al inicio, a saber, la de si la región está hoy mejor o peor que hace un par de décadas respecto de la salud de los regímenes democráticos.
Crisis sanitaria y climática
La política no es el único ámbito que ha agitado a América Central en los últimos años. La región también se ha visto asaltada por otras amenazas que han derivado en dos grandes crisis, una sanitaria y otra climática. En cuanto a la crisis sanitaria, Costa Rica ha sido el único país que tuvo una política consistente en un primer momento. Las acciones rápidas y coordinadas del gobierno del presidente Carlos Alvarado con la Asamblea Legislativa, junto con la existencia de un sistema de salud pública robusto (en comparación con los de sus vecinos), permitieron contener la primera ola de infecciones. Pero, al mismo tiempo, los efectos económicos de la pandemia fueron muy visibles en un país que tiene en el turismo su principal fuente de divisas y empleos.
Respecto a las medidas para hacer frente al covid-19 impulsadas por los gobiernos de los cuatro países septentrionales de la región, con independencia del color político de sus presidentes, fueron poco efectivas. En su contra jugaron factores de carácter estructural y difíciles de solventar a corto plazo, como los elevados niveles de informalidad laboral, la pobreza, la precariedad habitacional y, sobre todo, la débil capacidad infraestructural del Estado. En este sentido, la pandemia de covid-19 magnificó los déficits estructurales sistémicos de la región. La pandemia sorprendió a todos los países centroamericanos en una situación de gran debilidad, no solo en sus economías sino también en sus sistemas políticos. Y todo ello, en medio de un profundo déficit de solidaridad y cooperación regional, con sistemas de integración muy debilitados y con los países del Norte sin ninguna voluntad de cooperar.
En este sentido, para los ciudadanos de Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua el coronavirus se sumó a los riesgos a los que ya está sometida la población en su vida cotidiana. De todas formas, el caso nicaragüense merece un comentario aparte, ya que al inicio las autoridades optaron por negar la letalidad del covid-19, señalando que se trataba de un virus de carácter burgués. Incluso el tándem Daniel Ortega-Rosario Murillo impulsó concentraciones populares de apoyo al régimen con el eslogan «Amor en los tiempos del covid-19»2.
Pero más allá de lo anecdótico, la incidencia del covid-19 en América Central ha presentado datos acumulados sobre casos detectados que arrojan las siguientes cifras: en Costa Rica se elevaban a 701.471, en Guatemala a 694.513, en Honduras a 391.874, en El Salvador a 135.109 y en Nicaragua a 17.709. Estos datos corresponden al 1 de febrero de 2022 y proceden del Coronavirus Resource Center de la Universidad de Medicina Johns Hopkins3. Respecto al número de fallecidos, tomando como referencia la misma fuente y fecha, las cifras son: Costa Rica, 7.593 fallecidos, Guatemala, 16.401, Honduras, 10.512, El Salvador, 3.914 y Nicaragua, 2204.
Los números expuestos arrojan algunos datos significativos, si bien deben manejarse con cautela, debido fundamentalmente a la existencia de un evidente subregistro, en especial en el apartado nicaragüense, y a la concordancia que puede establecerse entre pruebas realizadas y casos confirmados.
Más allá de la pandemia, la otra gran crisis experimentada es la climática. En 2020 la amenaza climática terminó materializándose en la temporada de huracanes más activa de la historia de la región, con un total de 30 tormentas, 13 de ellas catalogadas como huracanes5. Las tormentas más intensas, Iota y Eta, se dieron a finales de año. La región tuvo que lidiar, de forma simultánea, con la crisis sanitaria de la pandemia y con las consecuencias de los huracanes. Honduras, Guatemala y Nicaragua fueron los países más damnificados, aunque también afectaron a El Salvador y Costa Rica. El impacto en las cosechas e infraestructuras también fue devastador. Todas las fuentes coinciden en que el desastre climático de 2020 es mayor que el experimentado con el huracán Mitch en 1998; sin embargo, esta vez la reacción de la comunidad internacional fue prácticamente nula. Mientras que el Mitch concitó una gran ola de solidaridad internacional, los estragos del Eta y el Iota pasaron desapercibidos en un planeta ensimismado por la pandemia de covid-19.
Según los datos facilitados por la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (ocha) en un informe fechado a finales de diciembre de 2020, en Honduras había 4,5 millones de personas afectadas por Eta e Iota, 1,8 millones en Nicaragua, y 1,8 millones también en Guatemala6. La devastación causada por los huracanes Eta e Iota tuvo efectos multiplicadores debido a la proximidad de su acción en el tiempo. A principios de noviembre de 2020, el primer huracán golpeó la región y, sin tiempo para que esta se recuperara, dos semanas después llegó el segundo, de mayor intensidad. Los dos huracanes, según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef, por sus siglas en inglés), afectaron a más de 9,3 millones de personas en siete países, de las cuales 3,5 millones eran niños7. La ayuda de los gobiernos fue escasa, diferida en el tiempo y con un componente de promesa que no se convirtió en realidad. Sin duda las dos crisis, la sanitaria y la climática, mostraron la extrema vulnerabilidad de la región en múltiples ámbitos, y el resultado de ello ha sido una crisis humanitaria sin precedentes que, a la postre, induce a una parte importante de la sociedad a migrar.
Movilidad humana bajo presión y acoso
El resultado de la concatenación de las crisis expuestas ha incrementado el deseo, por parte de múltiples sectores, de migrar. Se trata de una migración forzada por la cual la población de los países del Triángulo Norte se proyecta hacia México y Estados Unidos y la de Nicaragua hacia al sur, mayoritariamente en dirección a Costa Rica. La novedad reside en que, además de la «salida» de los sectores más humildes, por la represión en Nicaragua y el ascenso de líderes con tics autoritarios en El Salvador y Guatemala, también han empezado a exiliarse estudiantes, activistas, intelectuales y políticos. Se calcula, por ejemplo, que desde 2018 unas 100.000 personas han huido de sus países por causas políticas.
Respecto a los movimientos hacia el norte, el cierre de las fronteras por la pandemia y los diferentes acuerdos con eeuu han hecho que el paso por Guatemala y México sea aún más complicado para los migrantes, si bien antes –tal como describe magistralmente Oscar Martínez en el libro Los migrantes que no importan8– ya era terrible.
La forma de emigrar sigue siendo, para la mayoría, individual y orientada hacia eeuu; sin embargo, justo antes de la pandemia, los medios se centraron en el fenómeno de las seis «caravanas» que partieron de Honduras entre 2018 y 2019. De todas formas, la pandemia y los múltiples obstáculos que tenían que enfrentar las caravanas hasta llegar a su destino parece que han desincentivado su continuidad. La represión sobre los migrantes organizados en los países de tránsito fue tan intensa que después de la crisis sanitaria las caravanas no se han replicado. Desde entonces el despliegue militar realizado por el gobierno mexicano a lo largo de las orillas del río Suchiate, cerca de Tapachula, ha convertido los puntos fronterizos entre Guatemala y México en escenarios de violencia gubernamental contra los migrantes varados en la frontera9.
No hay duda de que en la actualidad la migración se ha convertido en una cuestión crucial para los habitantes de la región y para los gobiernos de México y eeuu que llevan años prometiendo reformas que no se hacen efectivas. La llegada de Joe Biden a la Casa Blanca parecía indicar un cambio, pero hasta el momento las esperanzas se han visto truncadas. A pesar de los gestos de la nueva administración norteamericana, entre ellos la rescisión en febrero de 2021 de la declaración de emergencia fronteriza entre México y eeuu, decretada en 2019, o el congelamiento de los fondos destinados a la construcción del «muro», la reforma migratoria estadounidense sigue bloqueada en el Congreso. El bloqueo de esta iniciativa, que pretendía generar una vía a la ciudadanía para los aproximadamente 11 millones de centroamericanos indocumentados que viven en el país, hace que sus vidas sigan bajo la marca de la vulnerabilidad incluso cuando están asentados en eeuu. Por lo demás, algunas de las normativas del gobierno de Donald Trump siguen vigentes, lo que muestra que la administración Biden ha continuado con la mayor parte de la agenda instaurada por su predecesor. Las promesas electorales y los gestos en sus primeros meses quedan como una declaración de intenciones.
En relación con el drama de la movilidad forzada, cabe destacar que la violencia de género sigue siendo uno de los impulsores más significativos pero ignorados de la migración hacia el exterior en América Central y la región en general y, a la vez, las niñas y las mujeres son quienes más sufren violencia. La violencia contra las mujeres y las niñas, que no siempre está presente en los análisis del fenómeno migratorio, se ejecuta desde múltiples instancias y con demasiada impunidad. No es posible tratar ningún tema en la región –ya sea el empoderamiento ciudadano, la seguridad económica doméstica o la seguridad– sin tener en cuenta el estatus y la seguridad de las mujeres y las niñas.
Un futuro incierto
Lo expuesto en las páginas precedentes no invita al optimismo. Ciertamente, ninguno de los gobiernos en ejercicio tiene como prioridad la resolución de las múltiples necesidades que demanda la población. En las agendas de los mandatarios no aparecen políticas públicas consistentes ni planes económicos que puedan reconducir las maltrechas condiciones en que vive la mayoría de las personas en la región. Falta, además de recursos, voluntad política. En esta dirección, las elites económicas y políticas parecen más preocupadas por defender sus intereses que los de la población. A ello se le suma el descrédito de la política antes señalado.
Para proyectar opciones de futuro, a la vez, es necesario hacer una valoración de la integración regional. En este sentido, es preciso replantear los objetivos del Sistema de la Integración Centroamericana (sica) con el fin de ubicar a la región en un contexto global en el que los bloques económicos van a tener un rol muy relevante. En el último lustro, sin embargo, la labor del sica ha ido disminuyendo por la falta de entente entre los gobiernos miembros, y por la ausencia de una política económica firme por parte del Banco Centroamericano de Integración Económica (bcie). También el Parlamento Centroamericano (parlacen) está bloqueado por la misma crisis que sufren las formaciones políticas que mandan sus representantes al hemiciclo. El problema reside en que la integración regional no es una opción a mediano plazo, sino una necesidad de supervivencia en un entorno en el que los grandes poderes hegemónicos –públicos y privados– dictan cada día más las agendas.
En este marco, no es fácil responder a la tercera de las preguntas que se formulan al inicio del texto: ¿cuáles son los retos más urgentes que enfrenta la región en los próximos años? Se podría hacer una larga lista. Si tuviera que señalar cuatro apostaría, en primer lugar, por la necesidad de implantar el Estado de derecho desde abajo, empezando por los barrios y los gobiernos locales, recuperando el territorio que, poco a poco, gracias a la ausencia estatal, han ido conquistando redes ilegales (desde las maras hasta el narcotráfico), con el fin de garantizar el bien más básico de las personas: su seguridad y su capacidad de ejercer derechos de ciudadanía. En segundo lugar, señalaría la urgencia de revalorizar y desplegar de forma universal los servicios públicos básicos –empezando por la educación y la salud–, a la par de diseñar políticas fiscales progresivas y de lucha contra el fraude. En tercer lugar, pondría la necesidad de que los actores e instituciones den voz y poder a dos colectivos cruciales en la región. El primero es el de las mujeres, sin cuya representación, empoderamiento, liderazgo y sentir no hay futuro; y el segundo es el de los indígenas, en tanto actores imprescindibles para el rescate de saberes, bienes comunes y ecosistemas. El cuarto y último reto, no menos importante, es el de la preservación medioambiental, en una región tan frágil como rica y megadiversa en los recursos estratégicos del siglo xxi, a saber, la biodiversidad, el agua dulce y los minerales estratégicos.
La cuestión es, como siempre, cómo operar sobre cada uno de los retos señalados. No hay rectas, pero después de las crisis que han devastado la región sería de justicia pensar en una especie de nuevo contrato social programático a través de una mínima agenda de reconstrucción sostenible, incluyente y equitativa. Se trataría de construir un nuevo sentido común en el que la dignidad de las personas, independientemente de su condición, esté en el centro.
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1.
S. Martí i Puig: «Nicaragua: análisis de una crisis inesperada», Documento de Trabajo No 10, Fundación Carolina, Madrid, 6/2019.
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2.
«Simpatizantes sandinistas desafían al covid-19 con marcha multitudinaria», video en Agencia efe, 15/3/2020, www.youtube.com/watch?v=nbr2e_2eav0.
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3.
Johns Hopkins University & Medicine: Coronavirus Resource Centre, 5/2/2022, https://coronavirus.jhu.edu/map.html.
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4.
Ibíd.
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5.
Mariana Toro Nader: «Así fue la desastrosa temporada de huracanes 2020» en CNN en español, 1/6/2021.
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6.
OCHA: «Centro América. Tormenta Tropical Eta & Huracán Iota: Seis semanas después», 22/12/2020.
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7.
Unicef: «El impacto de los huracanes Eta e Iota», 1/3/2021.
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8.
Debate, Ciudad de México, 2008.
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9.
Gobierno de México, Instituto Nacional de Migración: «Tema migratorio», 23/10/2021, www.inm.gob.mx/gobmx/word/index.php/tema-migratorio-241021/.